La luz de Dios - Alfa y Omega

La luz de Dios

Domingo de la 4ª semana de Cuaresma / Juan 9, 1. 6-9. 13-17. 34-38

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
Cristo cura al ciego de Gerardus Duyckinck I. Metropolitan Museum of Art de Nueva York (Estados Unidos).

Evangelio: Juan 9, 1. 6-9. 13-17. 34-38

En aquel tiempo, al pasar, vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Entonces escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)». Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: «¿No es ese el que se sentaba a pedir?». Unos decían: «El mismo». Otros decían: «No es él, pero se le parece». El respondía: «Soy yo».

Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista. Él les contestó: «Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo». Algunos de los fariseos comentaban: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado». Otros replicaban: «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?». Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: «Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?». Él contestó: «Que es un profeta». Le replicaron: «Has nacido completamente empecatado ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?». Y lo expulsaron. Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?». Él contestó: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?» Jesús le dijo: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es». Él dijo: «Creo, Señor». Y se postró ante él.

Comentario

Celebramos el IV domingo de Cuaresma. Es el domingo Laetare, una invitación a la alegría justamente en el centro de esta difícil escalada cuaresmal, porque la Pascua está cerca. Nos estamos preparando para nuestra renovación bautismal en la gran Vigilia Pascual, donde culmina este camino cuaresmal que finaliza en la Muerte y Resurrección del Señor. Nos acercamos para renovar nuestro baño en agua, la recreación del barro de nuestro ser criaturas, para convertirnos en pequeños cirios iluminadores de un mundo en tinieblas. Por eso, nuestra reflexión girará en torno a ese ver, que es el efecto de la acción de Jesús. El Evangelio de este domingo presenta el relato del ciego de nacimiento. Nos aproximamos ya al misterio pascual, y el antiguo catecumenado bautismal encontraba en este pasaje un punto de explicación y de avance, hasta convertirlo en el centro de ese proceso catecumenal. Volvemos a la ceguera, a la noche y a la oscuridad. Somos ciegos como Samuel, que solo se fija en las apariencias y no sabe ver el corazón. Ciegos como los habitantes de la noche que no pueden ver rostros ni verdadera humanidad.

Este es el ciego de nacimiento, que nos presenta Juan. Él no lo ha querido, pero ha nacido ciego. Y ahora, ante su petición, Jesús va a reaccionar utilizando simbólicamente dos elementos: el barro y el agua. En primer lugar, el barro, que nos indica de qué hizo Dios al hombre. Somos barro, criatura, limitación. No somos dioses. Esta es la primera lección que tenemos que aprender si queremos ver a Dios. Jesús, tal como hizo Dios al comienzo, recrea, remodela a este hombre, poniendo barro en sus ojos. Son nuevos ojos, ojos de criatura humilde, porque el barro significa humildad. En segundo lugar, se destaca el agua (el Bautismo). Para un bautizado, se trata de los sacramentos. Porque cada sacramento no es ni más ni menos que un pequeño desarrollo específico del Bautismo que hemos recibido: una visita del Señor, un lavado en el agua que mana del costado de Cristo. Como esa agua de la mujer samaritana, que era portadora de vida eterna.

Por tanto, esta página evangélica nos presenta el barro y el agua: la humildad de ser criaturas y el agua que mana del costado de Dios, que es la gracia. El resultado de esta humildad y de esta gracia es la visión.

Después tendrá lugar el debate sobre quién es y qué ha hecho, si viene de Dios o del diablo… Es una discusión enorme. El antiguo ciego no tiene nada que rebatir: él ha conocido a un hombre que lo ha curado y, por tanto, él ve la mano de Dios en ese hombre. El ciego sufrirá un gran rechazo, hasta llegar a ser expulsado de la sinagoga. Y frente a esta situación, el ciego que ha visto la luz y ha contemplado el rostro de la luz, no tiene otra salida que decir: «Creo en ti, Señor».

Ese «creo» es la palabra del que ha visto, del que ha sido iluminado, que será debatido, expulsado, perseguido, pero que ya no volverá a las tinieblas porque ha visto la luz.

Nuestro mundo está lleno de ciegos. ¿Quién ve todo? ¿Quién ve las profundidades de las situaciones? ¿Quién ve todas las dimensiones de un suceso? ¿Quién ve todos los recovecos de un corazón? No somos Dios. Además, para ver tengo que mirar, y mirar es centrar la mirada en algo dejando en penumbra todo lo que no es eso que miramos. En este sentido, es mucho lo que no vemos (de Dios, de nosotros mismos y de los demás). El pecado es ruptura y dispersión. Rompe el matrimonio, la familia, la fraternidad, la sociedad, y rompe también a la persona. Nos fracciona, nos enfrenta con nosotros. La ceguera es la dispersión, es estar perdidos en muchas cosas.

Aprendamos a mirar para poder ver. Y como el ciego del nacimiento, hagamos una oración confiada al Señor en este domingo de Cuaresma: «Creo en ti, Señor. Tú eres la mano de Dios que cura mi ceguera, Tú eres la luz que me ilumina en el camino de la vida».