La llegada próxima del reino de Dios
3er domingo de Adviento / Evangelio: Mateo 11, 2-11
El pasado domingo, segundo de Adviento, escuchamos las palabras de Juan Bautista, que predicaba la venida muy próxima del reino de Dios, pedía la conversión y anunciaba que detrás de él había uno más fuerte que él, el Mesías y el Juez del final de los tiempos (cf. Mt 3, 1-12): Jesús, a quien habría bautizado indignamente (cf. Mt 3, 13-17).
Pero Mateo nos habla de Juan tres veces más: cuando es arrestado y Jesús comienza su evangelización (cf. Mt 4, 12-17); cuando envía mensajeros desde la prisión para interrogar a Jesús, quien a su vez habla de él a la multitud (cf. Mt 11, 2-11, Evangelio de este domingo), y finalmente se narra su martirio (cf. Mt 14, 1-12).
Hoy escuchamos a un Juan muy diferente del que había aparecido en el Evangelio como predicador y el que bautizaba a las numerosas multitudes que acudían a él. Juan está en prisión, solo, a merced de la voluntad del tetrarca Herodes, en la fortaleza de Maqueronte al este del mar Muerto. Está lejos de la multitud, ya nadie parece recordarlo, pero conoce la predicación y las acciones de Aquel a quien había señalado como el que viene, Jesús. La suya es una hora de tinieblas y lo asaltan las dudas: ¿quizá se equivocó en su servicio profético, en ofrecer una voz al Señor en el que creía? ¿Fue el anuncio del reino de Dios y del Juez ahora próximo a establecer la justicia de Dios una construcción enteramente personal suya? Si Jesús es el que viene —como había predicado Juan—, ¿por qué no lo libra de las manos de Herodes? ¿Por qué los malos triunfan y los justos son oprimidos, sin que nadie sufra?
Es la noche de un creyente que no ve cómo sus palabras pronunciadas en obediencia a Dios son seguidas por hechos y acontecimientos acordes con ellas. Las Escrituras meditadas e interpretadas hablan de un Hijo del hombre que viene en gloria para juzgar y reinar (cf. Dn 7, 13-14)… Sin embargo, Jesús se muestra muy diferente, sobre todo en el estilo: no vive en el desierto, no se alimenta de raíces y miel silvestre, sino que va con sus discípulos a hospedarse con los pecadores, sin temer el contacto con los impuros; también va a comer con los fariseos, a quienes Juan había condenado con tanta indignación.
Para el Bautista Jesús aparece como un «Mesías al revés», es decir, un Mesías debilitado, pobre, frágil, humilde; ni siquiera aparece como el Juez escatológico porque, cuando se encuentra con aquellos que se saben pecadores, les perdona los pecados. Pero incluso en medio de estas dudas, Juan sigue siendo creyente en la Palabra de Dios, y por eso deja la última palabra a Jesús.
Envía a algunos de sus discípulos a interrogar al que había bautizado, dispuestos a creer sus palabras y a obedecerle: «¿Eres tú el que ha de venir tenemos que esperar a otro?». Y he aquí, en respuesta, las palabras de Jesús a Juan: «Ve y dile lo que oyes y ves: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son purificados, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les proclama la buena nueva». ¡Aquí está la acción y la palabra de la venida de Dios, de Jesús!
No hace gestos de verdugo, no actúa con poder, no se impone y no muestra fuerza; no, su acción alcanza a los pobres, a los últimos, a los que sufren y están en necesidad, y para todos su presencia es buena noticia. Estas palabras fueron suficientes para Juan: ahora puede ir hacia la muerte con una fe probada y fatigosa, pero adhiriéndose a las palabras de Jesús.
Por eso Jesús proclama que Juan es mucho más grande que un profeta, es su precursor, es aquel a quien Dios envió antes para prepararle el camino (cf. Ex 23, 20; Ml 3, 1; Is 40, 3). Juan es el mayor nacido de mujer, pero Jesús, que se hizo el más pequeño en el reino de Dios, es mayor que él. Todavía resuena para nosotros la amonestación de Jesús: «Bienaventurados los que no se ofenden por mí».
Ciertamente, es difícil creer en el «Mesías al revés», creer en la necesidad de la cruz para el Mesías, creer en el fracaso humano de los enviados de Dios. Juan mantuvo la fe hasta el final, ¿y cómo vivimos nuestra fe de cara a las tinieblas, a la cruz?
En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, mandó a sus discípulos a preguntarle. «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los cojos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!».
Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Mirad, los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Este es de quien está escrito: “Yo envío mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti”. En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él».