La llamada a la conversión
3er domingo de Cuaresma / Evangelio: Lucas 13, 1-9
En este tercer domingo de Cuaresma se nos invita a volver a Dios con todo nuestro corazón, mente y fuerzas. El Evangelio presenta la escena de algunas personas que se acercan a Jesús, y le hablan de un hecho ocurrido en el templo donde Pilato había mezclado la sangre de unos galileos (probablemente zelotes) con la sangre de los sacrificios. Según la mentalidad religiosa de la época, sucesos como este indicaban un signo del castigo de Dios por el pecado, de tal manera que un evento trágico se convertía en ocasión de juicio sobre las víctimas. Jesús, en cambio, lee este acontecimiento desde el punto de vista de una invitación a la conversión. Recuerda otro grave accidente, el derrumbe de la torre de Siloé que había causado la muerte de 18 personas, y dice: «Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera» (cf. Lc 13, 5).
Jesús está invitando a no mirar si los demás eran o no culpables, sino a preguntarse por ellos mismos, porque cada uno es pecador y merece cualquier tipo de desastre. Todos necesitamos del arrepentimiento y del perdón.
Para reforzar la invitación a la conversión, Jesús narra la parábola de la higuera estéril de la que todos comprendemos que no corresponde al hombre juzgar sobre la fecundidad o esterilidad de alguien, y menos aún erradicar o excluir a los que se consideren inútiles desde nuestra pobre y corta visión. Notamos, por tanto, que la parábola contrapone la dureza del juicio humano al sacrificio del amor (como trabajo, como compromiso, haciendo siempre todo lo posible). De este modo, Jesús presenta la compasión y la paciencia de Dios incluso ante las situaciones más desesperadas, y deja el juicio solo a Dios, porque Él es quien conoce profundamente nuestro corazón.
El Evangelio de este domingo es una invitación a tener cuidado para que en nosotros no se frustre el plan divino, para que no estropeemos lo que Dios nos tiene preparado. Hay tiempo, y la vida es un proceso. Pero hay siempre necesidad de conversión personal. No miremos tanto el pecado de los demás, aunque sea muy notorio y escandaloso. Mirémonos cada uno de nosotros a nosotros mismos.
Jesús plantea de este modo la conversión. Es la llamada típica de la Cuaresma. ¡Qué gracia tan grande el que Dios nos ilumine para que podamos ver sin desesperación y sin odio hacia nosotros mismos, sin desprecio, el pecado que hay en nosotros! El pecado personal oculto porque tal vez la costumbre lo diluye. El pecado de complicidad por nuestros silencios y cobardías ante tantas injusticias. El pecado de no haber mirado el rostro de nuestro prójimo para descubrir su necesidad y su debilidad.
Sí, somos pecadores. Y lo somos de verdad, no en general. Debemos especificar, concretar, dar nombre a nuestro pecado, si queremos que Dios ponga su mano redentora en ese pecado. Pero muchas veces no nos atrevemos, miramos hacia otro lado, y entonces descubrimos con mucha facilidad el pecado ajeno. Pero, ¿y mi pecado? ¿Y mi relación con Dios? ¿Y mi historia personal? Si yo hubiera sido fiel, si yo hubiera recibido el amor de Dios y hubiera respondido de verdad, ¿cómo sería hoy? ¿Qué grado de santidad tendría? ¿Por qué no nos lo preguntamos? ¿Por qué no nos damos cuenta –sin desesperanza– de que hemos desaprovechado muchas oportunidades de santidad, ofendiendo a Dios tantas veces, casi sin querer enterarnos de lo que hacíamos? ¿Cómo han sido nuestros sentimientos hacia Dios? ¿Y hacia los demás? ¿Qué decepciones y rencores guardamos todavía en el corazón sin que acaben de cicatrizar? ¿Qué posición tenemos en la familia: de servicio, de cariño, de perdón, de humildad…? ¿Cómo utilizamos nuestras palabras, nuestros comentarios? ¿Qué hablamos de los demás? ¿Cómo administramos nuestros bienes? Tantas y tantas preguntas…
Pero miremos al Señor, pidámosle la gracia de la conversión. Cuando buscamos a Dios en la oración, lo miramos cara a cara y recibimos su Palabra, encontramos una valoración muy honda y trascendente que nos empuja a solidarizarnos con los oprimidos, a rectificar nuestros sentimientos, a amar a todos, a luchar contra la injusticia, pero desde el amor a la persona y no desde el odio a un sector de la sociedad. La presencia de Dios en mi vida, el Espíritu Santo que habita en nuestro corazón, nos abre a la verdad y nos empuja a la conversión. Desde ahí descubrimos el rostro del Señor, la Palabra nos presenta a un Jesús vivo, y la Eucaristía nos hace alimentarnos de Él. Es entonces cuando empezamos a descubrir que hasta cuando nuestra conciencia no nos acusa estamos muy lejos de la santidad divina. Pero no nos desesperemos, no nos odiemos a nosotros mismos, no nos despreciemos. Tratémonos con cariño, veamos nuestras heridas y vayamos al Señor para que nos cure.
En aquel momento se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús respondió: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. O aquellos 18 sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera». Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: “Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?”. Pero el viñador contestó: “Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”».