Uno de los dramas de nuestro tiempo es pensar que su transcurrir depende de nosotros. Nos sentimos acreedores de lo bueno y malo que nos pasa. Asumimos así la libertad como un espejo al que abrazamos, tratando de curarnos las heridas que ese espejismo produce con orfidales, ultraprocesados y experiencias psicoterapéuticas cada vez más extrañas. Uno construye su vida, de esta manera, y va eligiendo el rumbo que lleva. El problema de esta teoría es que es falsa. No solo porque las condiciones materiales en que vivimos influyen en ese proceso de toma de decisiones —negar esta condición nos sumiría en un espiritualismo absurdo—, sino porque, de hecho, solo somos libres si al elegir optamos por el bien.
¿Qué podían decidir las 13.000 personas que se hacinaban en el campo de refugiados de Moria? En esas instalaciones, previstas para acoger a una quinta parte de personas, hay un retrete para cada 160 personas y una ducha para cada 500. Así, cuando hace unos días se produjo un caso de coronavirus, la epidemia no tardó en extenderse. Al final, un motín y un incendio que lo destruyó todo fueron la manera de canalizar la frustración de unas personas que llevan años huyendo de la guerra y el hambre, las dos grandes pandemias de nuestro mundo. ¿Qué pueden decidir ahora esas personas que duermen en el suelo con sus hijos? ¿Han construido ellos su vida? ¿Son merecedores de lo que tienen? Claro que no y, aún así, siguen siendo libres. Porque son como nosotros, un yo con otro nombre, y su dignidad no puede ser pisoteada por epidemia alguna. Ahora bien, debemos ser capaces como sociedad de garantizar unas condiciones de vida justas para ellos, ya que, como afirma la doctrina social de la Iglesia, «la dignidad humana solo podrá ser custodiada y promovida de forma comunitaria».
En España nos escandalizamos cuando vemos a un grupo de chavales con las mascarillas bajadas mientras escuchan a Ozuna en un banco, pero, ¿nos escandaliza igual que la gente de la foto haga lo propio o, directamente, no lleve mascarilla? Claro que no. El coronavirus o los tomates. ¿Qué libertad tiene en la mano quien debe escoger entre el hambre o la salud?
La situación de Moria no es sencilla de resolver y, precisamente por eso, es carne de cañón para la palabrería populista de uno y otro signo. Se equivoca quien vea en esa gente a criminales peligrosos que buscan derribar nuestra cultura occidental, y también lo hace quien pretenda dilapidar la política internacional imponiendo una suerte de paz mundial por decreto. Pero afirmar la compleja realidad que nos ocupa no significa que no haya que hacer nada. Esas personas tienen unos países de origen en los que existen unos problemas concretos. La Unión Europea debe cumplir la promesa hecha de agilizar los trámites para que los inmigrantes puedan solicitar asilo y presentar de una vez el llamado pacto migratorio, además de promover unas condiciones de vida mínimas. Y usted y yo, tomemos conciencia al menos de que cambiamos de canal cuando las imágenes de los niños hacinados en el suelo interrumpen en el telediario la crónica diaria de murmullos y desatinos que puebla la política española.