Sanzol, brillante en otras ocasiones, parece querer jugar al despiste en un clásico tan importante y tan agradecido como La importancia de llamarse Ernesto. La puesta en escena es correcta, apropiada, con un leve tono «onírico” como nos cuenta el propio director, pero quizá menos sugerente y efectiva de lo que él mismo quisiera, y no logra trasladar con efectividad las cotas esperadas del humor punzante y cáustico de Wilde.
Claro que el texto de la obra en sí desprende humor, y un humor inteligente y cínico, muy victoriano y representativo de la sociedad británica de entonces, pero tanto la interpretación y la escenografía, así como la dirección y el resultado final resultan anodinos, y no sorprenden ni atrapan. Sanzol, en este caso, no corre riesgos. Es cierto que no tiene por qué haberlos, y es bueno dejarse llevar por esa efervescencia de situaciones disparatadas y cómicas, pero a ratos se hace monótona y sólo te reactivas en algunos instantes que prenden agradablemente.
Es una revisión demasiado simplista de un clásico, aunque siempre tendrá éxito entre el público, porque la sociedad actual peca de los mismos excesos y contradicciones y al final, pueden verse representados a sí mismos o a cualquiera de los vacíos iconos del panorama de este vodevil contemporáneo.