La Iglesia sigue dando de comer cuando nadie lo ve
Desde Ucrania hasta Etiopía, pasando por el río Grande o la frontera entre Colombia y Venezuela, la Iglesia sigue alimentando, con focos o sin ellos, a los refugiados de las guerras y a los desplazados por las crisis
«Sí, tengo miedo. El que dice no tener miedo, miente. Pero la pregunta que me empuja es: “¿Cómo puedo mejorar mi vida?”. Ayudando a otros. Les traigo comida porque no tienen comida; les traigo velas porque no tienen electricidad y viven bajo tierra. Está claro que es peligroso, pero alguien tiene que hacerlo», afirma el salesiano Oleg Ladnyuk en la óblast de Dnipropetrovsk, al sudeste de Ucrania. Desde allí capta y distribuye ayuda médica y comida –las dos necesidades básicas en este momento en el país– a la población que todavía resiste bajo el fuego en el Dombás, hoy la región donde se desarrolla el mayor número de combates por la invasión rusa de Ucrania.
Junto a un grupo de voluntarios carga periódicamente furgonetas con comida, agua, medicinas y generadores de electricidad, y las envía a Lugansk, en la frontera con Rusia, uno de los puntos calientes del planeta. Y a las familias que huyen de los combates les ofrece alimentos y techo –«y también chistes», dice–, sin olvidar detalles como el reparto de huevos de Pascua para los niños: «Lo hacemos todo con fe en la victoria de la luz sobre la oscuridad. Dios está con nosotros», exclama.
El de Oleg es un ejemplo de la intensa actividad salesiana en todo el país, «pero hay muchos más salesianos trabajando por todo el territorio y en los países de alrededor, en primer lugar facilitando que los desplazados puedan comer», explica Alberto López, portavoz de Misiones Salesianas.
«Parece que no interesa»
La labor de los salesianos muestra cómo la Iglesia está implementando en Ucrania una de las obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento. Es algo que lleva haciendo desde hace 2.000 años y que sigue realizando también allí donde no hay tanta atención mediática, como en el conflicto del Tigray, en Etiopía. Tras 15 meses de guerra y con la región sitiada e incomunicada desde hace diez, la zona vive hoy una catástrofe sin precedentes, en la que resisten valientes como el padre blanco Ángel Olaran. Cuando estalló el conflicto fue evacuado junto al resto de religiosos, pero logró entrar de nuevo poco después en un convoy humanitario. «No tenemos forma de comunicarnos con él. De vez en cuando nos escribe un correo electrónico o nos llama a través de un teléfono de la ONU, y así tenemos noticias suyas», afirma desde Madrid el padre José Luis Bandrés, su compañero en la misión durante años.
A sus 84 años, y después de pasar 50 en Etiopía, Bandrés cuenta que «lo que se vive en el Tigray es terrible. La gente come no sé con qué. Los niños mueren de hambre, y los bebés también, porque a sus madres no les queda leche». Cuando Olaran volvió, llevó dinero y con eso «pudo comprar algo de comida, pero el dinero se acaba, aunque él sigue haciendo lo que puede», dice Bandrés. El religioso lamenta también que «los que logran escapar no tienen casi fuerzas para andar», pero «son tan pobres que nadie en Occidente habla de ellos, parece que no interesa».
Al acompañamiento a los desplazados por estos conflictos, la Iglesia suma su labor en otras partes del mundo donde las migraciones están originadas, desde hace años, por motivos económicos. Es el caso de El Paso (Texas), en la frontera con México, donde la parroquia del Sagrado Corazón, que llevan los jesuitas, acaba de reabrir tras la pandemia su restaurante La Tilma.
El proyecto nació tras el atentado de las Torres Gemelas en 2001, cuando las restricciones y demoras para cruzar la frontera aumentaron notablemente. A día de hoy La Tilma reparte 50 comidas cada día para migrantes «y para cualquier persona que necesite comida», señalan sus responsables, el jesuita Rafael García y el chef de cocina James Martínez. También llevan alimentos a varios albergues de la zona, y hasta los agentes de migración que operan en el puente sobre el río Grande van a comer allí a menudo.
A todos ellos, sin excepción, les sirven las raciones generosas, que son la marca de la casa. «La alimentación es una necesidad y no debe ser un privilegio para ningún ser humano, incluidos los migrantes», afirman el jesuita y el chef. «No estamos haciendo nada sobresaliente, solo estamos cuidando a nuestras hermanas y hermanos, como Dios nos dice que hagamos», añaden.
Más de 4.000 kilómetros al sudeste, en la Cúcuta colombiana, se levanta la casa Divina Providencia, una apuesta diocesana para dar de comer a los inmigrantes venezolanos que pasan la frontera en busca de una vida mejor. «La caridad consiste en darnos cuenta de la necesidad y actuar en consecuencia», afirma el sacerdote José David Cañas, su responsable. Esta región, al norte del país, es un lugar de paso desde hace décadas, cuando los colombianos cruzaban a Venezuela en los años en que la economía del país vecino estaba boyante, pero hoy son los venezolanos los que hacen el camino inverso en busca de una vida mejor.
La casa lleva ya cinco años «poniendo la misericordia en acción», dice Cañas, algo que se traduce en las cerca de cinco millones de raciones de comida repartidas entre los desplazados, «un signo de la providencia de Dios, que es quien lleva esta casa».