La Iglesia no quiere cardenales príncipes
Al crear veinte nuevos cardenales, el Papa Francisco ha dejado claro que no quiere cardenales príncipes renacentistas, sino pastores dispuestos a ser los primeros en dar la vida por los últimos. En esto se juega la credibilidad de la Iglesia
En la Iglesia, los cardenales no pueden ser príncipes apegados a dignidades decorativas. La Iglesia necesita cardenales capaces de abrazar a los leprosos del siglo XXI, los nuevos marginados. El Papa ha aprovechado el consistorio de creación de veinte nuevos cardenales para aclarar un malentendido que, durante muchos años, se había propagado en la Iglesia. La celebración tuvo lugar el pasado sábado.
En ella, creó cardenal al Presidente de la Conferencia Episcopal Española y arzobispo de Valladolid, don Ricardo Blázquez, junto a otros 19 nuevos purpurados. Sólo faltaba uno de ellos, monseñor José de Jesús Pimiento Rodríguez, pues sus 95 años de edad le impidieron tomar el avión desde Colombia para participar, en la basílica del Vaticano, en la celebración.
Con frecuencia, se ha presentado a los cardenales como príncipes. En algunos ambientes históricamente se les ha dado un trato nobiliario, que a veces podría no parecer adaptado con el espíritu del Evangelio.
La gran confusión
La confusión es en parte etimológica. Los cardenales son príncipes. Príncipe procede de la palabra latina princeps, «el que va primero». Los cardenales eran los primeros colaboradores del Papa y por este motivo el color púrpura de su sotana acabó asumiendo la disponibilidad para dar la sangre por la fe.
Jesucristo, en el evangelio de Mateo (20, 16), explica quiénes son los príncipes de la eternidad: «Los primeros serán los últimos». El Papa busca hombres capaces de acercarse a los últimos, de inclinarse al dolor de las hermanas y hermanos excluidos.
La primera frase que dijo el Papa a los nuevos en el consistorio fue una auténtica advertencia: el cardenalato «no es una distinción honorífica; no en algo accesorio o decorativo, como una condecoración, sino en un perno, un punto de apoyo y un eje esencial para la vida de la comunidad». Por este motivo, la ceremonia en la que los nuevos cardenales recibieron el birrete y el anillo que les identifica, evitó manifestaciones mundanas. Incluso se pidió que, durante la celebración, se evitaran los aplausos. No era falta de alegría; era la necesidad de hacer recogimiento para tratar de comprender el espíritu franciscano que el Papa está imprimiendo a la Iglesia.
Servicio, no poder
Así se comprendieron mejor las palabras de Francisco cuando advertía, dirigiéndose directamente a los nuevos cardenales: «El que está llamado al servicio de gobierno en la Iglesia debe tener un fuerte sentido de la justicia, de modo que no acepte ninguna injusticia, ni siquiera la que podría ser beneficiosa para él o para la Iglesia». Al mismo tiempo, el Papa invitó a los nuevos purpurados a «gozar con la verdad». Y añadió: «El hombre de Dios es aquel que está fascinado por la verdad y la encuentra plenamente en la Palabra y en la Carne de Jesucristo. Él es la fuente inagotable de nuestra alegría. Que el pueblo de Dios vea siempre en nosotros la firme denuncia de la injusticia y el servicio alegre de la verdad».
Al día siguiente, en la misa dominical, el Papa concelebró con los nuevos cardenales y con todos los cardenales que habían venido de todos los continentes para participar en el consistorio. En la homilía, Francisco fue aún más explícito. Con la mirada en los nuevos cardenales, les exhortó «a servir a la Iglesia, en modo tal que los cristianos –edificados por nuestro testimonio– no tengan la tentación de estar con Jesús sin querer estar con los marginados, aislándose en una casta que nada tiene de auténticamente eclesial».
«Os invito a servir a Jesús crucificado en toda persona marginada, por el motivo que sea; a ver al Señor en cada persona excluida que tiene hambre, que tiene sed, que está desnuda; al Señor que está presente también en aquellos que han perdido la fe, o que, alejados, no viven la propia fe, o que se declaran ateos; al Señor que está en la cárcel, que está enfermo, que no tiene trabajo, que es perseguido; al Señor que está en el leproso –de cuerpo o de alma–, que está discriminado». Y recurriendo al Evangelio, aclaró que «no descubrimos al Señor, si no acogemos auténticamente al marginado».
La reforma de san Francisco
Las congregaciones precedentes al cónclave en el que fue elegido Papa Jorge Bergoglio, mostraron la necesidad de una reforma de la Iglesia, espiritual y profunda, como la que impulsó san Francisco. El Papa, en esta ocasión, volvió a recurrir al ejemplo del pobrecillo de Asís, «que no tuvo miedo de abrazar al leproso y de acoger a aquellos que sufren cualquier tipo de marginación».
Las últimas palabras que el Papa dejó a los cardenales antes de despedirse de ellos fueron exigentes: «En realidad, queridos hermanos, sobre el Evangelio de los marginados, se juega y se descubre y se revela nuestra credibilidad». Y concluyó: «El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero; el camino de la Iglesia es precisamente el de salir del propio recinto, para ir a buscar a los lejanos en las periferias esenciales de la existencia; es el de adoptar integralmente la lógica de Dios; el de seguir al Maestro que dice: No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores».