La Iglesia en la frontera
Acogida en Tánger
Desde su diócesis marroquí, país de tránsito de centenares de mujeres, hombres y niños de África en su camino hacia esas concertinas que los separan de los países europeos, el arzobispo de Tánger, monseñor Santiago Agrelo y su equipo de pastoral, encabezado por una religiosa española, sor Inmaculada Gala, acogen con los brazos abiertos a quienes llegan, exhaustos, hasta su tierra. Uno de los servicios que ofrecen son las Horas de escucha, un espacio de atención directa de la Hermana Inmaculada, donde acuden más de 20 personas al día. Además de escuchar, la religiosa acompaña a cada persona para hacer gestiones de salud, documentación, temas de alquiler… «Nos llegan casos de todo tipo. Desde los inmigrantes engañados, coaccionados y víctimas de tráfico humano, hasta la inmigración autónoma que invierte todos sus ahorros y posesiones para llegar a Europa», explica. Por eso resulta prácticamente imposible disuadirles de que lleguen hasta la valla: «Por muy oscuro que sea el futuro que los espera, creen que siempre será mejor que el que viven en sus países». reconoce la Hermana. Ejemplo de ello es el caso que se encontró, hace unos días, monseñor Agrelo. En un monte cercano, cuatro mujeres y una quinta, con una niña de cuatro años, hacían noche para proseguir su camino hasta Ceuta. «Las propusimos sacarlas del monte y traerlas a la ciudad. Dos de esas mujeres están embarazadas de varios meses. Las dos que no lo están, aceptaron venir. Las embarazas dijeron que no, porque quieren intentar, de todos modos, saltar la valla, con lo que eso significa. Esto no es algo que nosotros podamos racionalizar», señala el obispo español, que lleva meses pidiendo la retirada de las concertinas, que «atentan contra la integridad física de los emigrantes: cortan, lesionan, mutilan, y no son coherentes con el deber que todos tenemos de respetar los derechos humanos».
Para monseñor Agrelo, las vallas son fruto de un problema mayor: las medidas migratorias europeas, que califica de «fracaso político y humano». Prueba de ello son las 20.000 personas que han muerto en las fronteras europeas y los 3.530 millones de euros que los países de la Unión van a recibir entre 2014 y 2020 para reforzar sus fronteras exteriores. Los obispos miembros de la Comisión episcopal de Migraciones también hacen hincapié, en su Mensaje, en este punto: «Abrimos las puertas a los inmigrantes cuando los necesitamos, y se las cerramos cuando su presencia choca con nuestros intereses. Da la impresión de que, incluso en la Unión Europea, la adelantada de los derechos humanos, las políticas migratorias ponen el acento en el control de fronteras con medidas de protección y seguridad cada vez más duras y costosas».
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Familias rotas en Estados Unidos
Manuel, mexicano con 38 años de edad, después de vivir desde los nueve años en Estados Unidos, fue a pagar una multa de tráfico y, en una semana, por no ser ciudadano estadounidense, fue arrestado y deportado. Le dijeron que si no se declaraba culpable, también arrestarían a su esposa y dejarían a los niños a cargo del Estado. Terminó firmando su confesión.
Un día, un equipo de agentes federales de inmigración se presentaron en casa de dos hermanas que vivían en Nuevo México, Josefina y Clara, con un aviso falso de que vendían drogas en el hogar. A pesar de no encontrar nada que las incriminase, se llevaron a sus hijos, fueron detenidas y deportadas. No saben nada de sus pequeños desde hace más de un año.
A éstos y otros casos se refieren los obispos de la frontera de México, Texas y Nuevo México en una reciente Carta abierta, titulada Ya no somos extranjeros, en la que expresan su preocupación, no sólo por los peligros a los que se enfrentan los migrantes en el camino hasta llegar a la frontera con Estados Unidos –asaltos, violaciones, explotación, tráfico humano, abuso de las autoridades…–, sino, además, «por las serias amenazas a las que se enfrentan las familias hispanas», una vez han llegado a su destino. Entre las más acuciantes, se encuentran «estas deportaciones, que destruyen a las familias. A los hijos se les envía a vivir con familiares lejanos, en casas cuna o con familias voluntarias». Y es que más de 11 millones de inmigrantes viven en Estados Unidos a la espera de legalizar su situación, en medio de una exhaustiva política de deportaciones –la cifra alcanza los 400.000 expulsados al año, más de 1.000 al día–. Una de las principales preocupaciones de los obispos, ante esta situación, es «conservar la unidad familiar», que se rompe con este tipo de políticas que no tienen en cuenta a la persona, ni a sus circunstancias, según ha declarado el arzobispo de Los Ángeles, monseñor José Gómez.
La Iglesia en Estados Unidos y México, estos días, centra sus esfuerzos en mejorar las condiciones de vida de los inmigrantes en el territorio. El domingo pasado, finalizó la Semana Nacional de la Migración, que se celebra desde hace 25 años. Esta vez, se han centrado en la recogida de firmas en las diócesis para pedir a la Cámara de Representantes que se ponga en marcha la reforma migratoria, aprobada por el Senado a finales de junio, que propone legalizar a los indocumentados que están en el país desde antes del 31 de diciembre de 2011 y no tienen antecedentes criminales. Para la Iglesia, el aspecto más importante de la reforma migratoria es ayudar a mantener a las familias unidas, «porque el sistema actual de inmigración está desgarrando la vida familiar, llevando al desorden y la desesperación».
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Esclavizados en Emiratos Árabes
En numerosos países de Oriente Próximo, los trabajadores extranjeros construyen las carreteras, levantan edificios, recogen la basura, limpian las casas…, todo ello bajo unas condiciones de abuso e ilegalidad en las que no tienen permiso de trabajo y dependen exclusivamente de su patrón, hasta para cambiar de empleo o salir del país. «Pierden buena parte de su libertad» y «tienen miedo de defender sus derechos por temor a perder lo poco que tienen», asevera monseñor Paul Hinder, obispo suizo y Vicario apostólico de Arabia del Sur –área que incluye Emiratos Árabes, Omán y Yemen–. En países como los Emiratos Árabes, los inmigrantes son alrededor del 80 % de la población, «pero no suelen venir para quedarse, sino por un tiempo limitado, para un trabajo específico», afirma el obispo. La mayoría son asiáticos –filipinos, indios, pakistaníes, bengalíes…– y árabes, muchos de ellos cristianos de Líbano, Siria, Tierra Santa, Jordania… Con ellos especialmente, trabaja la Iglesia católica, «ya que no hay cristianos locales». Además de la asistencia pastoral y espiritual, la Vicaría apostólica se encarga de distribuir «ayuda económica y asistencia jurídica, a través de materiales en diferentes idiomas para que conozcan mejor sus derechos y deberes, y eviten abusos», afirma.
Otro gran problema que trata de afrontar la Iglesia es la ruptura familiar: «La separación hace que terminen por romperse los lazos», afirma el Vicario. Y es que, como reconoce, «nunca se está más en casa que en su país de origen». Por eso, la Iglesia intenta que, mientras dure esa estancia, se sientan en su hogar: «Nuestros lugares de culto son, para la mayoría, una especie de casa donde vienen a orar, y también a conocerse y compartir», señala.