La Iglesia del delantal que gusta a Francisco
Una Iglesia libre. Pobre. Sierva. Era el sueño de un sacerdote de pueblo. Italiano, del sur. Ahí donde la bota itálica dibuja su taco. Él la llamaba una Iglesia de delantal. Metáfora potente. Una comunidad capaz de arrodillarse para curar, para limpiar, para consolar. Era la visión de don Tonino Bello. Quienes lo conocieron ven extraordinarias similitudes con Francisco. No por casualidad, el Papa acaba de visitar los lugares de aquel cura. Para indicar a toda la cristiandad el ejemplo de un hombre de Dios. Que también sufrió la crítica de sus contemporáneos
Jorge Mario Bergoglio quiso peregrinar a la región de Apulia justo cuando se cumplieron 25 años de la muerte de Antonio. Cuando falleció, el 20 de abril de 1993, este terciario franciscano, pacifista, estudioso mariano, místico, escritor y poeta, ya había dejado una honda huella. No solo porque era «muy bueno en el fútbol» como me confesó, en estos días, un feligrés salentino trasplantado a Roma. Sino, sobre todo, por su incansable acción a favor de los pobres.
«Gracias, tierra mía, pequeña y pobre, que me hiciste nacer pobre como tú, pero que, precisamente por esto, me has dado la riqueza incomparable de comprender a los pobres y de poder disponerme ahora a servir», dijo el Pontífice en la primera etapa de su visita. Lo hizo parafraseando a Tonino. Destacó así una de las prioridades de su ministerio. Y rescató su vigencia.
Para él, siguió, los pobres eran una «riqueza». La «verdadera riqueza de la Iglesia». Por eso le imploró: «Recuérdanoslo ahora, don Tonino, frente a la tentación recurrente de ir detrás de los poderosos de turno, de buscar privilegios, de acostumbrarnos a una vida cómoda».
«Una Iglesia a la que le importan los pobres permanece siempre sintonizada en el canal de Dios, no pierde nunca la frecuencia del Evangelio y siente que debe volver a lo esencial para profesar con coherencia que el Señor es el único y verdadero bien», siguió. Lo escuchaban unas 20.000 personas, congregadas en las inmediaciones del cementerio de Alessano.
En el centro de aquel complejo está la tumba del sacerdote. Apenas la cubre una lápida de mármol blanco con la inscripción sencilla: «Don Tonino Bello, terciario franciscano». A su lado, un olivo a cuyas ramas se encuentran banderas con los colores del arcoíris y las palabras: «Paz. Pace. Peace».
Hasta allí llegó Francisco, con un ramo de flores blancas y amarillas en la mano. Rezó unos instantes en silencio y, después, contempló la tumba de María, la madre de Bello, sepultada algunos metros más allá.
Estar cerca de los pobres
El Papa no quiso hacer de su visita a estos lugares todo un evento. Apenas incluyó dos etapas en su agenda, le bastaron pocas horas de una mañana. No obstante, su viaje estuvo plagado de significado. ¿Porqué eligió hacerlo? Eso quedó claro desde el principio. Advirtió que el ejemplo de Tonino llama a «no teorizar la cercanía a los pobres, sino a estar cerca de ellos». Como él, que se involucró en primera persona.
«No le molestaban las peticiones, le hería la indiferencia. No temía la falta de dinero, pero se preocupaba por la incertidumbre del trabajo, problema hoy todavía actual. No perdía la ocasión para afirmar que en primer lugar está el trabajador con su dignidad, no la ganancia. No se quedaba con los brazos cruzados: actuaba localmente para sembrar la paz globalmente, con la convicción de que la mejor manera para prevenir la violencia y cualquier guerra es cuidar a los necesitados y promover la justicia», ilustró.
Más adelante, precisó: «Si la guerra genera pobreza, también la pobreza genera guerra». Por eso, continuó, la paz se construye «empezando por las casas, por las calles, por las bodegas, allí en donde artesanalmente se plasma la comunión».Con esa frase, Bergoglio sintetizó el otro eje en el ministerio de Tonino: la lucha por la paz. Una acción que alcanzó su punto más alto durante su presidencia (1985-1993) de Pax Christi, el movimiento católico internacional por la no violencia. Esos mismos fueron los años de su episcopado en la diócesis de Molfetta-Ruvo-Giovinazzo-Terlizzi. Y, también, los años de ásperas críticas en el seno de la Iglesia italiana.
No le ahorraron epítetos filosos sus detractores: de «hiperconciliarista» a «usar un lenguaje homilético secularista», de «filosocialista» a «pacifista absoluto», de «excéntrico a feminista». Acusaciones que hoy parecen repetirse en ciertos ambientes, pero esta vez con el mismo Papa como blanco.
No quería ser obispo
En realidad, Bello no quería ser obispo. Incluso llegó a rechazar el episcopado dos veces. Así lo atestiguó a Alfa y Omega uno de sus feligreses, Giovanni Baglivo. Él mismo, en su juventud, conoció las dudas existenciales de Tonino. Tras un paseo en coche, el sacerdote le confesó su resistencia interior a convertirse en obispo de Molfetta. Se sentía muy cómodo en Alessano, donde todos le querían. Pero finalmente cayó en la cuenta de que no podría negarse una vez más.
Finalmente dijo que sí, por obediencia. No podía rehuir de la responsabilidad, aunque le daba miedo. Y tampoco podía poner como excusa la necesidad de estar cerca de su madre, que había fallecido tiempo antes. Era hora de abandonar su zona de confort, con humildad.
Entre Molfetta y Alessano existe una distancia considerable. Al Papa no le importó, y decidió celebrar la Misa en el puerto de la primera ciudad, frente al mar Adriático. Desde allí, instó a no quedarse en el suelo, a no sufrir la vida ni permanecer atrapados por el miedo. Por eso recordó la constante invitación de don Tonino: «¡De pie!». Y llamó a «volver a levantarse siempre».
Partiendo, en todo momento, de la Eucaristía. Como ese obispo-siervo, un «pastor que se hizo pueblo» y que, «frente al tabernáculo, aprendía a que se lo comiera la gente». Porque él «soñaba una Iglesia hambrienta de Jesús e intolerante frente a cualquier mundanidad, una Iglesia que sabe descubrir el cuerpo de Cristo en los tabernáculos incómodos de la miseria, del sufrimiento, de la soledad», apuntó.
Porque a Jesús –continuó– no se le responde con cálculos o conveniencias del momento, sino con un sí para toda la vida; ya que él no busca reflexiones, sino conversión. Para ser, así, «correos de esperanza», no «protagonistas afirmados y campeones del propio valor, sino testigos genuinos de Jesús en el mundo».
Apenas dos días después de aquella visita, el domingo 22 por la mañana, el Papa celebró la ordenación de 16 nuevos sacerdotes. Un hilo ideal unió los dos acontecimientos. Como si Francisco, con sus gestos, hubiese querido dar indicaciones precisas a los flamantes presbíteros sobre un ejemplo concreto que seguir, el de don Tonino Bello.
«Piensen en sus pecados, en sus miserias, que Jesús perdona. Sean misericordiosos… Les quiero pedir, por favor: no se cansen de ser misericordiosos», exclamó Francisco durante la celebración en la basílica de San Pedro, en el Vaticano. Y les llamó a ejercer su ministerio «no buscando sus propios intereses, sino la gloria de Jesucristo, procurando mantener siempre vivo el don de la alegría perenne y la verdadera caridad».