La hora de Francisco
La vieja Iglesia de Roma ha recuperado la sonrisa. El Espíritu Santo ha hablado, y la Ciudad Eterna se ha visto sacudida por un vendaval de esperanza. Se palpa en el ambiente. Atrás quedan las oscuras semanas que siguieron a la conmoción por la renuncia de Benedicto XVI. Lo había avisado, en su despedida, el ahora ya Papa emérito: «Dios no deja hundir la barca y es Quien la conduce». Pues bien: Dios habló alto y claro, la semana pasada, a la Iglesia, dándole un Papa que nadie esperaba, y que nos ha puesto ante el desafío de vivir el Evangelio con mayor autenticidad: «No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura», dijo el martes el Papa Francisco en la Misa de inicio de su pontificado
El primer ángelus del Papa Francisco desató una explosión de entusiasmo en Roma. Como referencia cercana, se recuerdan la muerte y la beatificación de Juan Pablo II. Peregrinos de todo el mundo llenaban, desde primeras horas de la mañana, la Plaza de San Pedro, pero a los romanos no parecía importarles tener que verlo desde muy lejos, a través de las pantallas instaladas en la Via della Conciliazione. Les ha llegado al corazón este pastor venido «desde casi el fin del mundo»: su frescura, su cercanía, su sonrisa, su sencillez. No cabía un alfiler a mucha distancia del Vaticano, pero la gente estaba feliz. Había familias enteras, jóvenes, personas de mediana edad que confesaban no frecuentar los ángelus ni las ceremonias papales… Más de uno dejó escapar alguna lágrima de emoción.
La ciudad era un caos, un bello y dulce caos. El centro amaneció cortado por una maratón, apenas un pequeño aperitivo de lo que vendría luego, con riadas interminables de personas en dirección al Vaticano. Los miembros de la policía y de Protección Civil no pierden el buen humor. Comentan que este Papa les va a dar trabajo. A Jorge Bergoglio no le gusta viajar. Y aunque quizá Francisco no tendrá más remedio que hacerlo, lo que es seguro es que le encanta el cuerpo a cuerpo. Se pateará Roma.
Termina una semana histórica. Por primera vez en casi mil trescientos años, la Iglesia tiene un Papa no europeo. Algo habrá querido decir también con esto el Espíritu Santo. Pero no es una derrota para el Viejo Continente. «Es lo mejor que nos podía pasar en este momento», dice una religiosa española. Habíamos llegado a una situación de bloqueo. La Iglesia estaba siendo confinada en las sacristías, o empujada a las trincheras. Hacía falta un revulsivo, un nuevo estilo. Hacía falta aire fresco: Francisco.
El diálogo con los no creyentes, el oscurecimiento de Dios en el mundo, la necesidad de un testimonio creíble… Francisco ya no tiene que sistematizar esas prioridades, ni poner orden ante todos esos grandes desafíos, porque su predecesor ha dejado a la Iglesia el camino señalado. Ahora toca andarlo. Caminar. «Como decía Juan Pablo II, la gente quiere ver a Cristo, no basta escuchar sobre él», dice a La Stampa el cardenal Ennio Antonelli, al explicar por qué los cardenales se fijaron en alguien como Bergoglio. Es momento para la acción, y Francisco será un Papa de sencillos gestos, que todo el mundo va a comprender.
Soltar lastre. Acercarse a la gente. «Caminar», les dijo en su primera misa a sus hermanos cardenales. «Caminar siempre, en presencia del Señor, a la luz del Señor», pero también con la cruz. «Cuando caminamos sin la cruz, cuando edificamos sin la cruz y cuando confesamos un Cristo sin cruz, no somos discípulos del Señor».
Un Papa para la reforma
«¡Ah, cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres», les decía, el sábado, el Papa a los periodistas. En tono de broma, pero muy en serio, contó también que algunos cardenales le sugirieron que se llamara Adriano, que es nombre de reformador. Porque los cardenales tienen claro que la Curia romana necesita reformas, para recuperar «su sentido original» y pastoral, ha dicho el cardenal Rubén Salazar, de Colombia.
Francisco representa la vuelta a la pureza evangélica; la austeridad; la cercanía a los pobres. Es muy probable que en las siguientes semanas haya algunos cambios en los dicasterios vaticanos, pero ya -dice el vaticanista John Allen- «se ha puesto en marcha la autorreforma. ¿El Papa no usa la insignia de un parque automovilístico de berlinas de lujo? Muchos de los que estaban acostumbrados a usarlas comenzaron a preguntarse cómo podían continuar haciéndolo».
Expone en pocas líneas una idea semejante el cardenal Martínez Sistach, de Barcelona: hay que «superar toda tendencia a vivir nuestro ministerio con un actitud de funcionariado. Somos ministros del Señor las 24 horas del día», decía el domingo, durante una Misa por el nuevo Papa, en la basílica de la Sagrada Familia.
La misericordia es el programa
La jerarquía hace autocrítica, pero el mensaje que ha lanzado el Espíritu Santo no va dirigido sólo ni particularmente a ella. La pregunta es: ¿somos creíbles? ¿Necesitamos reforma? ¿Conversión personal?
Ésa es la gran diferencia de planteamiento entre san Francisco y Martín Lutero, dice John Allen, citando a Henri De Lubac. El primero busca la santidad, a la que sólo podemos aspirar dejándonos transformar interiormente por Dios. El otro representa un crítico voluntarismo mundano. Bergoglio no es un hombre de ideologías, ni un puritano que se escandalice por los pecados de los hombres. El leitmotiv de su ministerio en Buenos Aires fue la misericordia. Su lema episcopal, que mantendrá como Romano Pontífice, está inspirado en la vocación al publicano Mateo: «Lo miró con misericordia y lo eligió».
En un guiño de la Providencia, como si el Espíritu Santo quisiera estampar su sello sobre la elección que hizo en la Capilla Sixtina, el Evangelio del domingo fue el de la mujer sorprendida en adulterio que querían apedrear. «¡Dios nunca se cansa de perdonarnos, nunca!», decía el Papa, al asomarse por primera vez a rezar el ángelus.
Segundo mensaje: hay que salir a la calle, caminar al encuentro del otro. La Iglesia no vive para sí misma. Lo mostró con un gesto elocuente el Papa, al acercarse a decir Misa en la parroquia vaticana de Santa Ana. «Él mismo ha dicho: No he venido para los justos; los justos se justifican por sí solos… No, he venido para los pecadores… Y Él ha venido para nosotros, cuando reconocemos que somos pecadores».
¿Pero cómo reconocerá el mundo que somos Sus discípulos? ¿Cómo nos escuchará? El Papa ofreció, el martes, una receta muy simple, en la Misa de inauguración de pontificado. «No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura».
Quien buscara mayor concreción sobre cuál va a ser su programa, tuvo que conformarse con las alusiones a san José, custodio de la Iglesia. El modelo de José consiste simplemente en «la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio», dijo Francisco ante los grandes del mundo
El Papa recordó a su predecesor en el día de su santo, y utilizó unas palabras que, a la fuerza, debía saber que evocarían las escuchadas en ese mismo lugar, de labios de Joseph Ratzinger, ocho años atrás: «Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino de ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra Historia». Que ahora es la hora de Francisco.
Monseñor Eduardo Horacio García, obispo auxiliar de Buenos Aires, llegó a Roma lo antes que pudo, casi con lo puesto, sin afeitar, y se fundió en un abrazo con el Papa Francisco. Es domingo, ya casi la una de la tarde, y se le ve agotado, pero radiante de felicidad en la Plaza de San Pedro.
¿Qué podemos esperar del Santo Padre?: «Creo que va a impulsar mucho la evangelización y a tratar de llegar a toda la gente, con su estilo muy cercano y muy sencillo», responde a este semanario.
Monseñor García vive unos días de gran intensidad. Hoy ha vuelto a celebrar Misa con su obispo, en la parroquia del Vaticano, Santa Ana, a la que el cardenal Bergoglio se acercaba cada día a rezar antes del Cónclave. El mismo estilo, la misma cercanía a la gente que en Argentina… Sólo que ahora Jorge Bergoglio es Papa.
Francisco llegó a Santa Ana poco antes de las 10 de la mañana, y saludó a muchas de las miles de personas que esperaban en la puerta del pequeño templo. Sin prisas, tomándose su tiempo, haciendo bromas, como cuando le dijo a un chico que rece por él, «pero a favor, ¿eh?, no en contra». Lo mismo hizo a la salida, como esos párrocos que, después de Misa, se quedan hablando con los feligreses, preguntándoles por sus cosas. No le incomodó que le esperaran la madre y un hermano de Emanuela Orlandi, la chica que despareció en extrañas circunstancias en 1985. El caso recobró actualidad hace unos meses, cuando el padre Amorth, antiguo exorcista de la Santa Sede, apuntó a la implicación de un policía que prestaba servicios en el Vaticano y a funcionarios de una embajada extranjera. Francisco estrechó con fuerza sus manos y demostró estar al tanto de la trágica historia.
Además de su obispo auxiliar, acompañó al Papa en la Eucaristía un sacerdote a quien el Santo Padre no esperaba encontrarse en el templo: el joven Gonzalo Aemilius, de Montevideo. «No sé cómo ha llegado hoy aquí. Me enteraré», dijo sorprendido. «Quiero que le conozcáis», añadió, y pidió a los feligreses oraciones por el trabajo que, desde hace tiempo, realiza «con los chicos de la calle, con los drogadictos. Ha abierto una escuela para ellos», el Liceo Jubilar Juan Pablo II. «¡Ha hecho tantas cosas para que conocieran a Jesús! Y todos estos chicos y chicas de la calle hoy trabajan, gracias a lo que han podido estudiar; son capaces de trabajar, creen y aman a Jesús».
Roma se habituó a las frecuentes visitas de Juan Pablo II a las parroquias (llegó a pisar el 70 %), pero el trato cercano de Francisco ha conmovido a la ciudad. Y vendrán muchas más sorpresas, augura monseñor García. Lo dice por propia experiencia. «Él es así. Trata de sentir las cosas siempre desde Dios, las reza, y eso es lo que después él hace. No le importa ya nada más». Por eso, cree oportuno dar este consejo: «No intentar encasillarle».
En Buenos Aires, la conmoción por su elección ha sido enorme. «Ha habido una explosión de fe, muchísimas confesiones». Pero don Eduardo admite que Jorge Bergoglio ha dejado de pertenecer a los bonaerenses. «Ahora es de todos. ¡Francisco es el Papa que le regalamos a la Iglesia! Dios nos regaló este pastor, y nosotros se lo regalamos a la Iglesia. Un pastor, un padre».