Siempre me han fascinado los grandes pecadores que llegaron a ser santos. No hablo de aquellos que consiguieron dejar de ser pecadores para llegar a ser ejemplares. No, yo me refiero a aquellos cuyo pecado les resultó siempre insuperable, pero no por ello les fue negada la santidad. San Andreas Wouters era sacerdote. Él nunca pudo dejar atrás la bebida y las mujeres, pero tampoco pudo nunca abandonar su fe; en esa tensa contradicción vivió toda su vida: «Fornicador fui siempre, hereje nunca», dijo antes de morir martirizado. San Marcos Ji Tianxiang, era médico y tan adicto al opio como a la fe. En ese doloroso contraste transcurrían sus días, hasta que su fe le costó la vida de su familia y la suya propia. El mundo los rechazó, por inútiles. La Iglesia también, por pecadores: a Wouters le prohibieron celebrar Misa; a Ji Tianxiang le negaron los sacramentos. Su pecado era un escándalo. Eso era indudable.
Pero eso no quita para que la gracia de Dios se regale como le venga en gana. Porque «donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia». Por ello, quizá, en esos casos la gracia se muestra con mayor nitidez, ahí donde la fuerza moral del hombre es irrisible. Ahí, en realidad, la gracia muestra con claridad su manera de proceder en todos los casos, porque desvela su soberanía insobornable. Por eso, es ahí donde estos escandalizadores llegaron a ser esperanza de santidad para todos. Modélicos en nada, pecadores en casi la mayor parte de las cosas.
Esto mismo le sucede a mi santo bebedor. Gabriel tiene los ojos celestes y la nariz de patata. Y esa proximidad entre el cielo y el subsuelo es la metáfora de su vida. Lo más elevado y lo más bajo están para él tan cerca que puede ir de lo uno a lo otro a una velocidad vertiginosa; tanto que a veces parece que esté en los dos sitios a la vez. Es como si el cielo en él estuviese dispuesto a asumir y hacer suyas todas sus bajezas.
Le conocí en un cajero, cerca de la parroquia. Le di una bolsa con algo de comida y estuvimos charlando un rato. El segundo día me lo encontré dormido; por no despertarle, dejé la bolsa junto a sus pies para que la encontrara por la mañana. Me lo recriminó al tercer día: «Despiértame siempre, me dijo; me quedé dormido, pero te esperaba a ti; la comida no es lo importante».
Semanas más tarde se presentó por primera vez en mi parroquia. Me contó angustiado que había perdido todos sus ingresos por un error informático. Ante lo que me pareció un mero problema económico, busqué con prisas una solución que no me quitase tiempo de mis ocupaciones: le ofrecí algo de dinero. «No quiero dinero, me dijo; estoy agobiado, necesitaba hablar con alguien y solo te tengo a ti». Avergonzado, cedí y nos fuimos a tomar un café. Que fueron dos. Que llegaron a ocupar dos horas. Mi tarde de estudio se fue al traste. Dio para rematar el relato de su vida. Quiso mostrarme todas sus miserias. Buscaba el perdón. Ahora ya no le doy ayudas. Ahora la situación es muy distinta. Gabriel es nuestro: mío y de todos mis pobres parroquianos, que tienen que asumir mis temeridades conmigo. Cocinamos para él. Le buscamos habitación. Pasamos tiempo con él. «Son mi familia», dice a otros indigentes que conoce cuando nos acompaña a repartir comida.
Eso sí, Gabriel bebe. Mucho. Destrozó su vida en su juventud, destrozó su familia, abandonó a los suyos. Lo hizo porque bebía. Y aunque está arrepentido, aún bebe. No sabe dejar de beber. Si a veces lo encuentras sobrio es por falta de dinero. Por eso, a veces Gabriel desaparece. En cuanto reúne cuatro duros abandona también a su nueva familia. Porque el alcohol puede con él. Gabriel es alcohólico.
Pero Gabriel siempre vuelve. Si cae tres veces, vuelve cuatro. Volver siempre es más que caer. El otro día tenía tantas ganas de volver que hasta volvió tres veces en un mismo día. Y cada vez que vuelve, después de pasar un rato hablando con el Cristo de la parroquia, habla conmigo. Me pide perdón. Después de darle una colleja en la calvorota, le perdono y le doy un abrazo. Y Gabriel siempre dice que esta vez lo vamos a conseguir. Y lo cree de verdad. Yo también, y siempre nos ponemos a ello. Porque esa es una verdad que todos sus fracasos no pueden desdecir. Porque la verdad de Gabriel es la esperanza. Porque cree más en Dios y su perdón que en su pecado. Es como si el perdón irrumpiese en su historia y se apoderase de su pasado para conducirle a un nuevo porvenir. Le ocurre que la tendencia miserable de toda su vida queda en entredicho por ese perdón, que le abre a un porvenir no contenido en el futuro de sus capacidades morales. Por eso siempre puede volver. Nada se lo puede impedir. Por eso, es santo. El santo bebedor. Y yo quisiera ser como Gabriel y creer más en Dios que en mí. Igual de santo que él.