Cuando los esposos, por ejemplo, ocupados en los mil quehaceres de la vida, no tienen preocupación alguna por avivar cada día la llama de su amor, simplemente lo dan por supuesto, en realidad ya lo han perdido. Es exactamente lo que dice Benedicto XVI que sucede con la fe, y por tanto con el amor de Jesucristo, cuando se dan por supuesto. Así lo dice al convocar a toda la Iglesia, en el cincuenta aniversario de la convocación del Concilio Vaticano II, a celebrar el Año de la fe, en la carta apostólica Porta fidei: «Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado».
Como estos días en su Asamblea Plenaria han hecho los obispos españoles, y una y otra vez el mismo Benedicto XVI, siguiendo exactamente las huellas de su predecesor, al Concilio Vaticano II no se duda en llamarle «la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX». Así lo subraya el Papa en la carta Porta fidei, tomándolo de la Novo millennio ineunte, que al comienzo de 2001 nos regaló el beato Juan Pablo II, donde afirma sin ambages que los textos del Vaticano II, «a medida que pasan los años, no pierden su valor ni su esplendor». Más aún, en los algo más de cuatro años que le restaban de pontificado, más los siete posteriores del pontificado de Benedicto XVI, la mirada al Concilio del siglo XX lo ha ido descubriendo, cada día con más certeza, como «una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza». Y tras citar las palabras de su predecesor, en Porta fidei, Benedicto XVI añade con total convicción: «Yo también deseo reafirmar, con fuerza, lo que dije a propósito del Concilio, pocos meses después de mi elección como sucesor de Pedro: Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia».
Es la hermenéutica correcta que acaba de subrayar el cardenal Rouco en su discurso inaugural de la presente Asamblea Plenaria del episcopado español, con las palabras de Benedicto XVI, en su discurso a la Curia romana, en las primeras Navidades tras su elección, cuando se pregunta «por qué ha sido tan difícil, hasta ahora, en grandes ámbitos de la Iglesia la recepción del Concilio», y responde con la fe y el amor auténticos, sin darlos ni un instante por supuestos. Ésa es la hermenéutica correcta, porque, como hay quienes dan por supuesto el amor y quienes lo avivan cada día, en la recepción del Concilio Vaticano II «ha habido dos hermenéuticas contrarias que se han enfrentado y han batallado entre ellas. Una ha causado confusión; la otra ha dado y da buenos frutos, silenciosamente, pero cada vez más. De una parte, está la hermenéutica de la discontinuidad o de la ruptura; de la otra parte, la hermenéutica de la reforma, de la renovación en la continuidad del único sujeto que crece y se desarrolla en el tiempo, pero permaneciendo siempre el mismo, el único sujeto que es el pueblo de Dios en camino». Sí, un único sujeto, la Iglesia Esposa de Cristo, que sólo puede vivir y ser fecunda siendo una sola cosa con su Señor.
He aquí la hermenéutica correcta, que nace de la fe y el amor reavivados cada día, de modo que todo lo hace nuevo. Así, en realidad, lo presenta el cardenal Rouco en su discurso del lunes, al recordar que «la revitalización de la vida cristiana, a la que se encamina toda nuestra actividad pastoral, es la que, en realidad, permitirá comprender vitalmente que la fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin la fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda…; que la fe y la caridad se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino, como recordaba el Papa al convocar el Año de la fe». Y, con toda lógica, añade el cardenal que, «fuera del camino de la fe y de la caridad, será igualmente imposible confiar en las personas y en la sociedad». ¡Con qué frivolidad los seguidores de la hermenéutica de la ruptura hablan del Concilio, no sólo dando por supuesta la fe y el amor, sino incluso ignorando los propios textos conciliares! De qué distinta manera se expresa el Beato Juan Pablo II al exclamar, en su carta al inicio del nuevo milenio: «¡Cuánta riqueza, queridos hermanos, en las orientaciones que nos dio el Concilio Vaticano II! Por eso, en la preparación del gran jubileo, he pedido a la Iglesia que se interrogue sobre la acogida del Concilio», remitiéndose a su carta Tertio millennio adveniente, de 1994, donde, al proponer un profundo examen de conciencia, indica que «debe mirar también la recepción del Concilio», al que no duda en llamar «este gran don del Espíritu a la Iglesia, al final del segundo milenio», siguiendo documento por documento para ver, hasta en los más pequeños detalles, dónde hemos de reavivar la fe y el amor. Si se hace así el examen, no se puede por menos que acoger la voz de Cristo: ¡Todo lo hago nuevo! No hay otra respuesta verdadera que ésta, ciertamente, a la nada fácil hora presente, en la Iglesia, y en el mundo.