«La gente llora por Mosul. Pero no puede regresar»
El nuevo arzobispo de Mosul, monseñor Najeeb Michaeel Mousa, es casi un pastor sin rebaño. Apenas una veintena de familias cristianas han vuelto a esta ciudad, desde la que el Daesh proclamó el Califato y que hoy, dos años después de su liberación, sigue en ruinas. «Perdonamos y queremos vivir juntos», asegura
«No hay más dios que Alá, y Mahoma es su profeta. No hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta». Un kalashnikov empuñado por un miembro del Daesh apuntaba a la cabeza de Nadia, y otro a la de su hijo, mientras la mujer repetía la shahada, la profesión de fe islámica. «No hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta». La de Nadia –nombre cambiado– era una de las apenas diez o 15 familias cristianas que quedaron en Mosul después de que el Estado Islámico planteara a los nasarah o nazarenos, en agosto de 2014, una triple disyuntiva: convertirse al islam, huir o morir. Unas no se fueron porque tenían miembros ancianos. Otras no se enteraron del aviso, proclamado desde los altavoces de las mezquitas. Sea como fuere, los islamistas terminaron descubriendo a Nadia y a su hijo. «Repetí lo que nos dijeron, pero en mi corazón rezaba el rosario rogando por nuestras vidas», les contó, después de la liberación de la ciudad en 2017, a los primeros sacerdotes que se aventuraron entre las ruinas para intentar contactar con esas familias.
«Solo encontramos a Nadia, y a otra mujer y sus hijos. Al resto les perdimos la pista hasta el día de hoy. Ahora, después de haberse reconciliado con la Iglesia por esta conversión forzada, estas dos familias han vuelto a ser cristianas y viven en la llanura de Nínive». Lo narra a Alfa y Omega Najeeb Michaeel Mousa, el fraile dominico que en enero tomó posesión como arzobispo caldeo de Mosul. La sede estaba vacante desde 2015, cuando su predecesor, Emil Nona, fue destinado a Australia después de haber tenido que abandonar la ciudad con el resto de su grey.
El verano de 2014, con la irrupción del Daesh, fue un auténtico Viernes Santo para la comunidad cristiana de la antigua Nínive, donde predicó el profeta Jonás. Ahora, la llegada de un nuevo obispo es una oportunidad para una tímida resurrección, si bien llena de obstáculos.
Una cálida bienvenida… a una ciudad en ruinas
Ordenado obispo en Bagdad el 18 de enero, monseñor Mousa tomó posesión de su nueva sede una semana después. Entre los invitados a la celebración, en la iglesia de San Pablo, había mulás y jeques, representantes políticos y oficiales del Ejército, que celebraban el regreso de un líder cristiano. Pero lo que más alegró al obispo fue la presencia de un grupo de yazidíes, la otra minoría de la llanura de Nínive, más castigada incluso que la cristiana. «Mostraron un valor increíble volviendo a Mosul solo para estar en la ceremonia con nosotros», recuerda agradecido.
El obispo se presentó como un constructor de puentes. «Basta de hablar de guerras y venganzas –pidió–. Cristo quería que perdonáramos. Nosotros perdonamos, y queremos vivir juntos. Nosotros, que estábamos aquí antes que los musulmanes, os abrimos las puertas cuando llegasteis. Ahora, sois vosotros los que nos acogéis», dijo dirigiéndose a los seguidores de Mahoma.
Mousa no es un ingenuo. Sabe que, en gran medida, en Mosul es un pastor sin rebaño. Dos años después de que tanto los cristianos como muchos musulmanes vivieran con gran alegría la liberación de la ciudad desde la que el Daesh había proclamado el Califato en 2014, la realidad es que hasta el momento «solo han vuelto una veintena de familias cristianas. Y viven discretamente», reconoce el obispo. De hecho, hasta el último momento no se animó a celebrar allí parte de la Semana Santa. Escogió el Domingo de Pascua. La celebración, aunque poco numerosa, «fue muy simbólica. Demostró que creemos en el futuro de los cristianos en Mosul. Queríamos darles esperanza para volver».
Él mismo no se ha instalado en la ciudad aún. Vive en Karamles, a 30 kilómetros. Esta localidad, junto con Telkef, Qaraqosh y Bartella, también está a su cargo. Allí la situación es muy distinta: eran pueblos habitados en su totalidad por cristianos, y a casi todos ellos ha regresado ya entre un cuarto y la mitad de la población.
Pero a Mosul muchos se niegan a volver. En primer lugar, la ciudad sigue estando en ruinas después de una cruenta batalla que se prolongó durante nueve meses y causó 10.000 víctimas civiles y en torno a un millón de desplazados. «Cuando la coalición llegaba a las pequeñas localidades católicas, los fundamentalistas huían a Mosul, por lo que los daños en ellas fueron menores», explica a Alfa y Omega Marcela Szymanski, representante de la fundación pontificia Ayuda a la Iglesia Necesitada (ACN por sus siglas en inglés) ante la UE. Pero en Mosul se luchó calle por calle. El 65 % de las viviendas sufrió daños o una destrucción total. A día de hoy, quedan toneladas de escombros sin retirar.
Ni los musulmanes están bien
Sí han regresado muchos musulmanes. Pero lo que han encontrado es una ciudad que apenas ha recibido una mínima parte de los miles de millones necesarios para su reconstrucción total. La ONU estima que solo para restablecer las infraestructuras básicas de la parte occidental harían falta 700 millones de dólares. El 40 % del casco antiguo no tiene agua, el suministro eléctrico es muy irregular, no hay suficientes servicios básicos, y más de la mitad de los jóvenes no encuentra trabajo. Además de las trampas que dejaron los fundamentalistas –carteles por toda la ciudad avisan a los niños de que no toquen objetos extraños por si son bombas–, todavía hay células durmientes que de vez en cuando cometen atentados.
Los analistas temen que el abandono que sienten los habitantes alimente la añoranza por los tiempos del Daesh. O sea, incluso, un factor de radicalización. «También hay algo de tensión –completa el obispo– entre los musulmanes que se quedaron y lo perdieron todo, y los que se marcharon, a los que ven como traidores».
En el caso de los cristianos, a estas preocupaciones se suman otras. «Tienen un trauma mucho mayor que los habitantes de las pequeñas localidades cristianas de la llanura de Nínive –comparte Szymanski–. Cuando llegó el Daesh, los mismos vecinos de Mosul les indicaban dónde estaban los cristianos. La gente no se lo creía». Al principio los yihadistas les prometieron seguridad. Pero llegó el día en que desde los minaretes se los conminó a convertirse, marcharse o morir. Entonces, los que todavía no se habían ido, lo hicieron con lo imprescindible… Y los islamistas se lo arrebataron nada más salir de la ciudad. Monseñor Mousa compara este momento con la salida del pueblo de Israel de Egipto. «La gente huyó a pie y muchísimos niños murieron en el desierto», añade la representante de ACN.
«De noche te mueres de miedo»
A pesar de todo, «algunos intentaron regresar –continúa Szymanski–. Un dentista se acercó tras la liberación para ver si su material se había salvado. Cuando estaba recogiendo unos hombres llamaron a la puerta, se presentaron como “los encargados de ese barrio” y le pidieron dinero a cambio de protección. Un sacerdote que estuvo de visita contaba que “te metes en casa por la noche y te mueres de miedo. No hay luz, y solo oyes a gente rompiendo cosas”». Explica también que algunos musulmanes están intentando reclamar las casas de los cristianos, a veces incluso con documentos falsificados. Y el miedo a que todavía haya radicales que se han afeitado la barba, subraya, «no es una figura retórica».
«No quieren exponer a sus hijos»
«El islamismo ha muerto militarmente, pero no ideológicamente –explica monseñor Mousa–. La gente no tiene garantías de que en unos años no vuelva a pasar lo mismo. No quiere exponer a sus hijos a eso. Y no podemos forzarlos». Muchos sí han vuelto a los pueblos de alrededor. Otros ya están totalmente integrados en el Kurdistán iraquí. «La gente llora por Mosul, pero saben que de momento no pueden regresar», añade Szymanski.
En la Iglesia caldea, católica, es el sínodo el que elige a un obispo, y el Papa lo confirma. La representante de ACN cree que la elección de Najeeb Michaeel Mousa para Mosul es un acierto. «Tiene ojo para la planificación», argumenta. Lo demostró cuando estaba desplazado en Erbil con gran parte de sus feligreses. Allí, organizó dos campamentos para 260 familias refugiadas. El tamaño y grado de destrucción de Mosul, así como la cantidad de derivadas sociales, políticas y económicas, hacen que para ACN sea imposible asumir un proyecto de reconstrucción como el que ha apoyado en la llanura de Nínive. Además, su intervención siempre parte de las peticiones de los obispos, y hasta este año la sede caldea estaba vacante. «Ahora –afirma Szymanski–, estamos a la espera de que monseñor Mousa nos diga qué es lo que necesita primero. En cuanto nos pida ayuda, estará disponible».
La representante de ACN ante la UE pone como ejemplo el valor que puede tener la rehabilitación de un convento. «Cuando la gente se plantea volver a casa, siempre nos preguntan: “¿Las hermanas van a regresar también?”. Saben que, si ellas están, tendrán quien los ayude a cuidar a los niños y a las personas dependientes. Y las religiosas de Mosul están dispuestas a volver, en cuanto tengan al menos dónde dormir. Pero están también a la espera de las indicaciones del obispo».
Lo primero, lugares para rezar
Él no descarta nada. Pero quiere empezar poco a poco. «De momento solo hemos restaurado una iglesia de las 20 que teníamos en la ciudad. Mi prioridad es ir dando pasos para limpiar y rehabilitar el resto; que vuelvan a ser un lugar donde la gente pueda encender velas y rezar». Espera que esto sirva como «invitación para que vengan de vez en cuando», aunque sea desde otros lugares. Y así, poco a poco, tender puentes para ese retorno al que aludió al tomar posesión pero que, en realidad, no sabe cuándo ocurrirá.