«La gente en África ha asumido que no puede cambiar las cosas»
El doctor Emmanuel Taban narra su periplo en El chico que nunca se rindió, que es también una reflexión sobre la falta de desarrollo del continente.
Desde que comenzó el conflicto en Sudán, el doctor Emmanuel Taban está intentando enviar donativos. Su prioridad es «asegurar que los más jóvenes no se queden rezagados en el colegio», afirma a Alfa y Omega. Este célebre neumólogo, nombrado Africano del Año en 2021 por el periódico sudafricano Daily Maverick por salvar a decenas de pacientes de COVID-19 en Sudáfrica extrayéndoles la mucosidad de los pulmones con broncoscopia, quiere evitarles los obstáculos que se encontró él.
Nacido en Yuba, entonces al sur de Sudán, su infancia estuvo marcada por la pobreza —su madre, separada, apenas podía sacar adelante a sus hijos— y por la guerra que llevó a la independencia de Sudán del Sur. «Dos grupos luchaban por los recursos», con sus dirigentes alojados «en hoteles de cinco estrellas, mientras los pobres se mataban entre sí» y los niños pasaban años sin ir a la escuela.
«Igual que todos, aceptaba lo que pasaba», la guerra o no tener agua limpia, «como algo normal y querido por Dios». Hasta que, en algún televisor, vio el mundial de fútbol de 1990 y descubrió que «existía otro mundo». Y la educación era la puerta. En 1994, mientras pedía donativos en el aeropuerto para pagar el colegio, lo detuvieron. Tenía 16 años. Sufrió tortura hasta que le ofrecieron convertirse al islam y aceptó. Lo enviaron a Jartum para convertirse en imán. Tenía el sustento asegurado, pero «estaba atrapado en una vida en la que nunca conseguiría verdaderos estudios».
Una tarde echó a correr. Lo hizo durante horas. Era el comienzo de una odisea de 18 meses por Eritrea, Etiopía, Kenia, Tanzania, Mozambique y Zimbabue, hasta Sudáfrica. No quiso convertirse en refugiado, porque supondría pasar años en un campo sin poder formarse. Cuando alguien le ayudaba o encontraba trabajo, viajaba en autobús. Si no, a pie. Fue detenido varias veces, durmió en la calle y en medio de la naturaleza. Pronto aprendió a buscar en cada sitio, lo primero, la Iglesia católica. En concreto, «era como si Dios hubiera plantado a lo largo de mi camino a los combonianos». Sobre todo la comunidad de Johannesburgo, en Sudáfrica, se convirtió en «mi segunda familia». Gracias a ellos completó su escolarización y le apoyaron para estudiar Medicina. Le impactó que «ellos no necesitaban trabajar» para sobrevivir. Lo hacían «para que las cosas fueran diferentes».
Su periplo, que narra en El chico que nunca se rindió, es también una reflexión sobre la falta de desarrollo de África. Cree que, a base de sufrir, «la gente ha asumido que no hay esperanza ni puede cambiar las cosas» y se refugian en la religión. Él, que optó por luchar para «salir adelante sin depender de nadie», reniega de esta resignación y atribuye su éxito al sufrimiento, que «me empuja» a luchar.
Pero, al mismo tiempo, no puede dejar de reconocer que sin suerte —o providencia—, y sin «mucha gente buena», podría haber acabado como un cadáver anónimo en medio de la nada. Al final, concluye que «Dios trabajaba a través de mí: cuanto más hacía yo, más cosas buenas me pasaban. Si uno se sienta, Dios también. La gente dice: “Dios proveerá”. Pero Él te ha provisto de manos y de una cabeza».
Dr. Emmanuel Taban y Andrew Crofts
Mundo Negro
2022
318
15 €