Entre usted en una librería, busque conferencias, lea artículos, pregunte a asesores varios —razonables, como los psicólogos, o disparatados, como los coaches de vida— sobre la felicidad y el bien: recibirá, en el primer caso, un aluvión dicharachero; en el segundo, un encogimiento de hombros. La felicidad lleva reinando entre nosotros todo este siglo; el bien, al parecer, ha sido silenciado. Las consecuencias de esto están a la vista de todos: más soledad y desafección política, crisis del compromiso y consumos récord de drogas y ansiolíticos.
Abundan quienes ni siquiera son capaces de distinguirlos, pues ¿qué puede ser bueno, sino que yo sea feliz? He explicado esta discrepancia mediante la metáfora de las dos dianas. El bien y la felicidad son dos dianas distintas, y el hecho de que, para nuestro gozo, suelan alinearse, no debe despistarnos de que no son la misma. Para ser buenas, es obvio que las personas, las organizaciones y las sociedades deben apuntar a la diana del bien y no a la de la felicidad, sumamente comercial y atractiva, pero también abracadabrante. El bien exige coraje, no así la felicidad; la felicidad está centrada en el yo, mientras que el bien se orienta al prójimo. Etcétera.
Pregúntese el lector cómo cambiarían las vidas de nuestros hijos si en vez de decirles que han venido a este mundo a ser felices les dijésemos que han venido a ser buenos; si en vez de incitarlos a que «se realicen», los encaminásemos a mejorar la sociedad en la que viven. Pregúntese también qué ocurriría con la educación si en vez de ser un absurdo empeño de felicidad y empleabilidad tuviese al bien —y la verdad, y la belleza y el amor— por proyecto.
La moral, en su versión más elevada —la he llamado honor ético y explicado en Ética para valientes—, se basa precisamente en esta elección del bien por encima de la felicidad. Buena parte de los desvaríos morales de nuestra época tienen que ver con la insana proliferación de la felicidad como fin último. Esto ya lo supo ver Kant, que decía que la moral consiste en procurar la perfección propia y la felicidad ajena y que uno de los principales problemas es que mucha gente la concibe justamente a la inversa. Pensemos en la última pandemia, en esos justicieros moralistas que se creían morales por denunciar a una madre que paseaba a su hijo autista en abril de 2020 (su felicidad, la perfección ajena), mientras en los hospitales centenares de profesionales de la salud daban su vida por nosotros, en un ejemplo de bien inconmensurable que jamás deberíamos olvidar, pues nos obliga.
El bien tiene otra ventaja esencial respecto a la felicidad, y es su contenido objetivo. Contamos con información de sobra —piscología, sociología, religión, historia, arte y otros saberes— para determinar objetivamente qué es lo bueno; en cambio, con la felicidad seguimos despistados, entre su versión hedónica y eudaimónica, su definición utilitarista y psicológica, el sinnúmero de sus variantes culturales y vaivenes históricos. La respuesta a «¿qué hace que una vida sea justa, buena?» ha cambiado con los tiempos y las latitudes, pero desde el momento en que reconocemos que existe el progreso moral y comparamos avances admitimos que existe una referencia objetiva. ¿Y no es acaso más razonable apuntar a una diana fija en lugar de a una móvil?
Cada vez que he explicado esto me he topado con alguien que me decía que es el bien y la felicidad lo que hemos de perseguir con ahínco. No estoy de acuerdo. Fundamentalmente porque muchas veces no es posible. Es frecuente que hacer el bien cueste disgustos inmediatos y hasta duraderos. Defender al débil suele acarrear golpes, físicos o de otro tipo. Por hacer lo justo laboralmente puede acabarse en la calle (lo sé porque lo he vivido). Ser honesto antes o después te cuesta el dinero. Por no hablar de que puede costarte la vida, o cosas peores: baste pensar en san Maximiliano Kolbe cuando eligió cambiarse por aquel padre polaco al que condenaban por una fuga a morir de hambre, pasando él por ese espantoso trance. Tenemos un problema con las adversativas, un problema de madurez, de wishful thinking, que dirían los anglosajones, de pensamiento ilusorio; un problema muy posmoderno.
La última razón por la que preferir el bien a la felicidad concierne al sentido. La felicidad no es algo sobre lo que tal sentido pueda erigirse. A las pruebas me remito: nunca se ha hablado y escrito —y perseguido— más la felicidad que en este siglo en el primer mundo, y el resultado, en términos de desorientación vital traducida en problemas de salud mental y el terrible indicio del suicidio, es palmario. Bien, verdad, belleza y amor: es solo sobre esos pilares que puede construirse el sentido de una vida.
«¿Y entonces Dios?», preguntará alguien con mucho tino. ¿Y acaso no es Dios el bien, la verdad, la belleza y el amor mismos?