Y la fe que nos devuelven los deportistas de París 2024
El equipo de baloncesto de Sudán del Sur, el Equipo Olímpico de Refugiados o atletas que han sido vendedores ambulantes para mantenerse han demostrado cuán extraordinario es el espíritu humano
Todos y cada uno de los deportistas que han competido en los Juegos Olímpicos de París han hecho enormes sacrificios a lo largo de sus vidas para llegar hasta la competición de competiciones. Algunos han contado con el apoyo financiero y logístico de poderosas federaciones y comités olímpicos. En el caso de otros, su participación ha sido fruto de un extra de tenacidad. Muchos se han apoyado en su fe para sobrellevar la responsabilidad y la presión que supone representar a todo un país. Otros han devuelto a los espectadores la fe en la humanidad.
«El milagro de Sudán del Sur»
Quizá sea ese el caso del equipo de baloncesto de Sudán del Sur. Fue la primera vez que el combinado de este país, en vías de superar la guerra civil, competía en unos Juegos Olímpicos. Jugaron en un grupo muy difícil midiéndose a equipos como el de Estados Unidos, vencedor del oro olímpico, o el de Serbia que ha conquistado el bronce. Pero mientras estuvieron presentes en los juegos, los espectadores en el Arena Bercy vibraron animando a este equipo cuyos jugadores son hijos de familias refugiadas o incluso ellos mismos nacieron en campos de refugiados. Además de entrenarse en pistas a cielo abierto, porque no las hay cubiertas, tan solo entrenan juntos algunas semanas al año. Casi todos juegan en equipos de Estados Unidos, Europa u Oriente Medio.
Hay incluso algunos jugadores en la NBA como Wenyen Gabriel, nacido en Jartum. Su madre huyó a Egipto escapando de la violencia de la segunda guerra civil sudanesa cuando Wenyen tenía solo dos semanas de vida. Las historias de todos ellos son similares. Incluso la de su mismo entrenador y gran artífice de lo que la prensa deportiva llama «el milagro de Sudán del Sur». Se llama Luol Deng y, como sus jugadores, también es un refugiado. Exjugador profesional, llegó a disputar 15 temporadas en la NBA. Él se encargó de reclutar por todo el mundo a los jugadores y convencerlos de vestir la camiseta de Sudán del Sur. Durante cuatro años ha financiado de su propio bolsillo los gastos de la selección pagando billetes de avión, hoteles, alquiler de pistas y equipación. «Como refugiados, siempre vivimos preparados para volver algún día. Creo que por eso siempre he creído en la importancia de devolver y de saber que hay mucha gente allí que necesita todo lo que estamos dando», declaraba a la prensa.
Vender dulces o lápices en la calle para seguir entrenando
No podemos olvidar en este repaso el equipo olímpico de refugiados. 36 han competido en nombre de los más de 100 millones que hay en el mundo. Desde 2016 este equipo compite en las olimpiadas y en esta cita de París ha conseguido por primera vez medalla de la mano de la boxeadora camerunesa Cindy Ngamba, cuya historia contamos en este semanario.
Muchas medallas han sabido a oro, especialmente para quienes las han conseguido a base de lo imposible. Como la de plata en levantamiento de peso del colombiano Yeison López en la categoría de 89 kilos en levantamiento de peso. Él es también un desplazado interno víctima del conflicto colombiano. De niño, para poder competir, vendía dulces en la calle. Cuando el dinero no alcanzaba ni para el autobús, caminaba dos horas hasta el gimnasio. Prefería gastar el dinero en comer que en pagar el billete.
Una historia muy parecida es la la ecuatoriana Lucía Yépez, medalla de plata en lucha libre. Ha limpiado zapatos y vendido lápices para mantenerse en las competiciones. La llamada telefónica a su madre para anunciarle la medalla se hizo viral. «¡Mamá, lo logramos! Soy medallista olímpica. Ya no vas a tener que trabajar y te voy a comprar la casa de tus sueños», decía a su madre.
Las madres han sido un faro luminoso hasta la meta para muchos atletas. Letsile Tebogo llevaba el nombre de su madre y su fecha de nacimiento escritos en las zapatillas con las que voló en la competición de 200 metros. El joven originario de Botswana ganó el oro olímpico y se lo dedicó a su madre, a la que perdió por un cáncer. La tristeza hizo que estuviera a punto de arrojar la toalla, pero volvió a competir y se ha hecho con el oro en París. Dice que escribió el nombre de su madre en sus zapatillas porque «no cree que la vida termine con la muerte». «Estoy seguro de que es feliz, era una mujer de fe. Cuando murió pensé en dejar el deporte. Ahora he ganado los Juegos por y con mamá», declaraba.