La fe es el corazón de la vida - Alfa y Omega

Recuerdo la conmoción que me produjo escuchar a Benedicto XVI en la impresionante plaza del Obradoiro, proclamar que la tragedia de Europa es que se haya asentado la convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad. A Joseph Ratzinger esa tragedia le tocaba en lo más íntimo. Había crecido amando la Europa de las catedrales, del derecho, de la música de Mozart, una Europa que se había construido a impulsos de aquel Quaerere Deum que invocó en Los Bernardinos de París. No se trataba de luchar por la influencia de la institución eclesial, sino de la felicidad de los hombres.

Su batalla ha consistido en que Dios vuelva a resonar en los corazones de sus contemporáneos dando luz y consistencia al trabajo, a las relaciones sociales, a los afectos, a la vida cotidiana y a las grandes tareas históricas. Había vivido en su carne el horror de los totalitarismos, y también el vacío y la desorientación que provocó la revolución del 68. Sabía que solo la luz de Cristo permite velar adecuadamente por el hombre, por sus derechos y su libertad; que solo en relación con Cristo se puede sostener la lucha por la justicia y la fraternidad.

Ha buscado siempre con lealtad y simpatía al hombre que camina, seguro de que, por muchas que sean sus tinieblas, en su conciencia brilla una chispa que no se puede extinguir, el deseo del Infinito, al que muchas veces ya no sabe dar el nombre de Jesús. Todo el esfuerzo de su obra teológica y de su magisterio son incomprensibles fuera de su pertenencia humilde y obediente a la Iglesia, cuyas insuficiencias experimentó con gran sufrimiento, pero a la que siempre reconoció como el Cuerpo de Cristo que camina en la historia, fuera del cual su genialidad se habría agostado. Es curioso que el testamento de uno de los grandes maestros de la historia eclesial se resuma en dos cosas: la acción de gracias por la vida y los dones que en ella ha recibido, y una petición que tiene sabor a urgencia: «¡No os dejéis confundir, manteneos firmes en la fe!». Lo cual, para Ratzinger, ha significado siempre mantener abierta la razón y no flaquear en el amor. Ese es su legado.