La fe en la Resurrección
2º domingo de Pascua / Evangelio: Juan 20, 19-31
Los domingos de Pascua son una reiteración del acontecimiento de la Resurrección, una llamada profunda a nuestra fe, hasta llegar Pentecostés, ese momento en que Resurrección y venida del Espíritu Santo confluyen juntas.
Así, en esta octava de Pascua el Evangelio nos presenta especialmente a Tomás, el discípulo ausente en la primera aparición de Jesús resucitado y que permaneció incrédulo a pesar del testimonio de sus hermanos. Sin embargo, cuando el Resucitado se aparece por segunda vez él está allí presente y llega a creer plenamente, uniéndose para siempre al Señor de su vida.
Tomás resume el difícil camino realizado por los primeros discípulos para llegar a la fe pascual: no es fruto de una exaltación religiosa o de una alucinación psicológica, sino que es una profunda victoria de Jesús resucitado sobre las dudas y los miedos que paralizan a sus discípulos. En este sentido el Evangelio de este domingo nos muestra un camino para llegar a creer en el Resucitado, el que siempre viene y permanece entre nosotros, ofreciéndonos su paz y dándonos el don del Espíritu Santo.
En los días que siguen a la muerte de Jesús, los discípulos se encuentran en la casa, encerrados en sí mismos, llenos de miedo y pavor. Sin embargo, están habitados por la fuerza de una espera inexplicable, suscitada por el anuncio de María Magdalena: «¡He visto al Señor!» (cf. Jn 20, 18). Jesús toma la iniciativa y se aparece colocándose en medio de ellos como el Señor que viene; infunde la paz en sus corazones, al mismo tiempo que les muestra los signos de su Pasión. Jesús está vivo, pero no se puede eliminar el sufrimiento que Él ha padecido hasta llegar a una muerte cruel, y por eso las huellas de la Pasión permanecen imborrables en su cuerpo, transfigurado por la Resurrección. Después, soplando sobre los discípulos, con un gesto que los recrea (cf. Gn 2, 7) y les hace pasar de la muerte a la vida (cf. Ez 37, 9), el Resucitado les comunica el Espíritu Santo. De este modo les permite cumplir la única misión importante: perdonar los pecados. Jesús sopla el Espíritu, y el efecto del Espíritu es muy claro: poder para perdonar, es decir, misericordia efectiva. Este es el Pentecostés en el Evangelio de Juan: la capacidad para perdonar.
«Ocho días después», por tanto, el domingo, el día del Señor, Jesús se aparece de nuevo a los discípulos. Esta vez también está presente Tomás, unido a la comunidad regenerada por el Espíritu del Resucitado y capaz de anunciar la Resurrección. Pero era precisamente este anuncio el que él se había negado a creer, exigiendo la necesidad de pruebas ciertas: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». Tomás no confía en sus hermanos, quiere tener una relación directa con el Señor; y el Señor mismo con infinita paciencia se le acerca y le invita a contemplar los signos de su muerte: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Es la identificación de Jesús: sus llagas, las señales de su cuerpo crucificado. Es el testimonio de la identidad entre el que murió y el que ha resucitado, el testimonio de su identidad corporal, porque no resucita el espíritu, sino que resucita la persona, con el cuerpo glorificado. Es entonces cuando Tomás llega a comprender y exclama finalmente: «¡Señor mío y Dios mío!», una confesión de fe plena en el señorío y en la divinidad de Jesús.
Si Jesús se identificó con las marcas de su Pasión, nosotros no podemos reconocerle si no tocamos sus heridas. Y palpar sus llagas hoy es tocarlas en sus hermanos heridos. La fe en el Resucitado no es una creencia en un espíritu. Es el resultado de tocar un cuerpo herido: el del Señor. Y hoy la posibilidad de hacerlo está en tocar, en amar, las llagas de nuestros hermanos heridos. Ahí encontraremos la fe en la Resurrección.
Es difícil para nosotros, como para Tomás, llegar a la fe en la Resurrección. Sin embargo, gracias a él, Jesús pronuncia su última bienaventuranza: «¡Bienaventurados los que creen sin haber visto!». También nosotros estamos llamados a experimentar la bienaventuranza de quien ve a Jesús a través de los ojos de la comunidad cristiana, reunida en el día del Señor y en escucha atenta de la Palabra de Dios.
Celebremos el domingo de la Divina Misericordia. En la Resurrección encuentra todo su sentido la cruz. Nuestras renuncias, nuestros dolores, nuestros padecimientos van dirigidos a la Resurrección, y en ella encontrarán su plenitud. Por tanto, la Resurrección es pura misericordia. Si la Resurrección es el eje y el centro de nuestra fe, esta no es sino la apertura a la misericordia. Creamos en el amor, en la bondad del amor, en el triunfo del amor. Solo la misericordia es digna de fe, es sustrato de la fe. Participemos en la Resurrección del Señor. Si damos paso a la misericordia tendremos dentro de nosotros el germen de la Resurrección. Estaremos resucitando –aunque antes tengamos que pasar por la muerte–, participaremos de la vida del que vive.
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto». Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.