La fe de Pablo VI
Pablo VI inició una nueva época de la historia de la Iglesia, inaugurada por el Concilio Vaticano II, y la preparó para introducirla en la modernidad. Su fuerza: el amor a Cristo y la fidelidad a la Iglesia. Escribe el padre comboniano Fidel González Fernández, consultor de la Congregación de las Causas de los Santos
A Pablo VI le tocó la misión de oponerse al espíritu de la modernidad. Bien pronto se dio cuenta de que urgía dramáticamente el anuncio cristiano en una nueva época todavía sin nombre. Frente a un mundo posmoderno, la Iglesia se encontraba frente a dos alternativas: o defender un residuo histórico, o comenzar nuevamente desde el principio. Se trataba de una opción por la misión –o por la nueva evangelización– que percibió siempre con mucha claridad el Papa Montini. Después de la guerra, el mundo se dividió en dos bloques, con el desafío de la relación de la Iglesia con el bloque soviético; también se inició la revolución maoísta, la guerra de Vietnam, comenzaron los conflictos en Oriente Medio, se multiplicaron las guerras locales, se extendió el comercio de drogas, estalló la revolución de Mayo del 68, y se desató el fenómeno de la secularización en el seno de la Iglesia: sus encíclicas Humanae vitae y Sacerdotalis caelibatus fueron muy contestadas, muchos curas abandonaron su vida sacerdotal, surgieron corrientes teológicas desviadas, se propagó una lectura errada del Concilio… Pablo VI tuvo que guiar la Iglesia en medio de una época crítica. Sus famosas palabras de 1972 –«Tengo la impresión de por alguna rendija ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios»– se encuadran dentro de estas dolorosas situaciones. Pablo VI mostró entonces, de manera heroica, su fe, especialmente en los tiempos de la grave crisis cultural tras el 68, como señalaba en el Proceso de canonización el cardenal Paul Poupard: «Él vivió la fe de modo heroico. Cuando la tempestad se hizo más borrascosa sobre la Iglesia y en la Iglesia, siempre demostró su amor por ella, y sufrió con, por y a causa de la Iglesia, anclado en Cristo. Todo lo que hizo, lo hizo por Cristo». Y el cardenal Pironio recuerda que, en sus encuentros con obispos, repetía una y otra vez aquellas palabras que luego hizo populares Juan Pablo II: «¡No tengáis miedo! ¡Ánimo! Vivía con serenidad y confianza, abandonándose en los momentos difíciles en manos de Dios, y hablaba con serenidad y fortaleza, como si estuviera viendo al Invisible».
Enamorado de Jesucristo
Monseñor Pasquale Macchi, su secretario personal desde 1954 hasta su muerte, señaló en el Proceso que una de las expresiones más elevadas de su fe fue su conocida oración de 1968: Señor, yo quiero creer en Ti. Y otro buen conocedor del Papa, el comboniano monseñor Panciroli, revela que, al final del Cónclave que lo elige Papa, Montini, sintiendo el peso de las llaves de Pedro en aquel momento tan delicado de la Iglesia y del mundo, dice: «¿Por qué a mí? Que el mismo Cristo me ayude a llevarlo dignamente…». Fueron muchas las pruebas que vivió como Papa, y tuvo que ejercitar una esperanza difícil, heroica y en total confianza en el Señor. Monseñor Citterio, refiriendo una conversación en la que trató con el Papa algunas situaciones desastrosas, cuenta que «se produjo un momento de silencio que a mí me pareció un siglo. Después, en cierto momento, exclamó: Sí, Satanás existe; existe y actúa. No es posible llegar hasta tanta maldad sin el influjo de una fuerza preternatural que busca la ruina del hombre. Guardó un poco de silencio y, finalmente, añadió: Pero no debemos temer. Cristo nos ha asegurado: “Yo he vencido al mundo”. Debemos tener confianza». Y años más tarde, ante una Iglesia que padece no pocas incertidumbres por parte de sus miembros, apunta en sus Ejercicios espirituales: «La Pascua es la esperanza del mundo, la juventud de la Iglesia. Mundo moderno: ¿Indiferencia? Quizá bajo ella subyace una nueva esperanza». Este enamorado de Jesucristo –como le recuerda otro de los testigos del Proceso– tuvo una vida de oración marcada por la alabanza y por un agradecimiento convencido y feliz. Pocas semanas antes de su fallecimiento, confesaba a varios cardenales que «el anhelo profundo de toda mi vida, el suspiro incesante, trenzado de pasión y de oración, ha sido el amor por Cristo y por la Iglesia, a la cual le he dado el corazón y la vida». Al término de esta vida, cuando la muerte se acercaba para dar fin a su vida terrena, el Papa sólo repetía la oración enseñada por el Salvador. El padrenuestro fue la última oración que susurró hasta el mismo momento de su muerte.
Haz, Señor, que mi fe sea pura, sin reservas, y que penetre en mi pensamiento, en mi modo de juzgar las cosas divinas y las humanas. Que mi fe sea libre, Señor, que acepte las renuncias y los riesgos que comporta: yo creo en Ti, Señor. Señor, haz que mi fe sea fuerte, que no se asuste ante la contradicción de los problemas; que no tema la oposición de quienes la discuten, la impugnan, la rechazan, la niegan, sino que se robustezca en la prueba íntima de tu Verdad. Señor, haz que mi fe sea firme: firme por una lógica externa de pruebas y por un testimonio interior del Espíritu Santo; yo creo en Ti. Señor, haz que mi fe sea feliz: que dé paz y alegría a mi espíritu, que lo capacite para la oración con Dios y para la conversación con los hombres. Yo creo en ti, Señor. Señor, haz que mi fe sea activa y que dé a la caridad un motivo de su expansión moral, de modo que constituya una verdadera amistad contigo; y que en las obras, en el sufrimiento, en la espera de la revelación final, suponga una continua búsqueda de ti. Señor, que mi fe sea humilde: que no presuma basarse en la experiencia de mi pensar y sentir, sino que se rinda ante el testimonio del Espíritu Santo; y que no tenga otra garantía mejor que la docilidad a la autoridad del magisterio de la santa Iglesia. Amén.