La semana pasada mostré cómo la fe es un don, pues es Dios quien toma la iniciativa y nos sale al encuentro; y así la fe es una respuesta con la que le acogemos como fundamento estable de nuestra vida. Desearía hoy dar un paso más en nuestra reflexión: ¿la fe tiene un carácter sólo individual? Cierto: el acto de fe es eminentemente personal, sucede en lo íntimo más profundo y marca un cambio de dirección, una conversión personal: mi existencia da un vuelco. Pero este creer mío no es el resultado de una reflexión solitaria propia. No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque la fe me es donada por Dios, a través de una comunidad creyente que es la Iglesia y me introduce así, en la multitud de los creyentes, en una comunión que no es sólo sociológica, sino enraizada en el eterno amor de Dios que, en Sí mismo, es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente personal sólo si es también comunitaria.
El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza de modo claro así: «Creer es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes. Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre [san Cipriano]» (n. 181). Por tanto, la fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella. Esto es importante recordarlo.
Existe una cadena ininterrumpida en la Iglesia que llega hasta nosotros y que llamamos Tradición. Ella nos da la garantía de que aquello en lo que creemos es el mensaje originario de Cristo, predicado por los Apóstoles. El núcleo del anuncio primordial es el acontecimiento de la muerte y resurrección del Señor, de donde surge todo el patrimonio de la fe.
(31-X-2012)