A veces necesitamos que una realidad como es la familia se vea amenazada de descomposición para que finalmente podamos comenzar a reconocerla y otorgarle el valor que merece. Estamos experimentando una crisis del ser humano que repercute directamente sobre la institución familiar, como consecuencia de la actual mutación antropológica impuesta a golpe de ley. El ser humano sin naturaleza (no se conoce, no se acepta con sus carencias y debilidades, no se ama y no se respeta a sí mismo), sin racionalidad (se mueve por impulsos, se deshominiza), sin trascendencia (emancipado del Creador, se siente perdido) encuentra enormes dificultades para construir una familia estable. Son muchos los pensadores que califican estos tiempos como apocalípticos. Scruton mantiene que nuestra sociedad, reacia al afecto materno y paterno y al autosacrificio por los descendientes, es disfuncional y, por ello, destinada a desaparecer. Y Von Hildebrand considera que este, nuestro mundo feliz, está enfermo y, a menos que cambiemos de curso de manera radical, esta enfermedad ha de resultar mortal.
Pero en una sociedad de raíces cristianas no cabe la desesperanza. Como recomendaba san Juan XXIII, no podemos ser «profetas de calamidades, anunciando infaustos acontecimientos como si el fin de los tiempos estuviera a punto de acontecer». Nuestro tiempo precisa de una esperanza por encima de toda nostalgia y toda utopía. Porque donde acecha el peligro también crece lo salvador. Recordemos con san Henry Newman que la regla de la providencia de los cristianos es que hemos de triunfar a través del fracaso, por caminos inesperados, cuando peores son los pronósticos.
La esperanza no nace de una visión del mundo tranquilizadora y optimista. Cabe tener esperanza si se es consciente de no vivir en el mejor mundo posible. Pero la esperanza requiere acción. La esperanza no consiste en cerrar los ojos a la realidad, a menudo triste, sino, como afirma Marín, en «negarle a lo nefasto y dominante el estatuto definitivo».
Decía Arendt que el milagro que salvará al mundo es la natalidad, el nacimiento de hombres nuevos que pueden comenzar de cero. Esa vida humana indefensa que llega al mundo, mezcla de necesidad y libertad, encierra en sí misma un enorme poder transformador y de esperanza. Traer hijos al mundo es el milagro de «la generación como corte irreversible en el discurrir del tiempo, como transformación sin retorno de la faz del mundo» (Recalcati). El hijo, como señala Hadjadj, siempre es un pequeño «salvaje» que surge del corazón del mundo civilizado. Nace en el tiempo, pero no es producto de ese tiempo; por eso abre un nuevo comienzo. El recién nacido es el hombre primitivo que vuelve desde el alba de los tiempos. Debemos ser «progenitores en el fin del mundo». Cuanto más apocalíptico se vuelve nuestro tiempo, mayormente el hecho de dar la vida a un mortal depende de la esperanza teologal. Porque mi hijo no viene al mundo como un ser entre los demás, sino como una renovación del mundo. Pero para ello es preciso que haya hombres y mujeres valientes que se dejen interpelar por los signos de los tiempos. Un hombre y una mujer que se aman y se comprometen para siempre, abiertos a la contingencia en la generación de la vida y al abrazo del hijo como un don, regalo, sorpresa, alteridad, trascendencia en su más pura inmanencia… son el ejemplo más revolucionario en estos tiempos de decadencia, famélicos de amor y hambrientos de verdad.
La familia es la puerta de la esperanza; una familia imperfecta —todas lo son, siempre hay conflictos—, pero el lugar donde nos aceptamos unos a otros con todos nuestros defectos, debilidades y carencias. Donde somos amados cuando menos lo merecemos porque es cuando más lo necesitamos. Y en tan íntimo caldero adquirimos una identidad estabilizante, sentido de pertenencia y dignidad. Es, en palabras de Hadjadj, el «cimiento carnal de la trascendencia». Hacen falta familias capaces de defender que sacrificarse por los demás, ser imperfecto y no llegar a todo, luchar por ideales y objetivos, dar prioridad a la vida familiar frente a la profesional, pasar desvelos y angustias, no tener tiempo para uno mismo, tener conflictos con los hijos y saber ponerlos en su lugar, que los platos vuelen y saber pedir perdón y recomenzar, brindar atención a lo pequeño, débil y en apariencia insignificante, maravillarnos por lo extraordinario de lo ordinario, extasiarnos con la normalidad, ser heroicos ante el cumplimiento de los deberes más simples, seguir siendo humanos —con ayuda de lo sobrenatural—, ser capaces de ver la poesía en las repeticiones del día a día, abrazar lo que tenemos… son cosas buenas, por las que merece la pena luchar y vivir y que, en último término, son manifestaciones de amor que nos generan felicidad, por paradójico que pudiera parecer. Ha llegado el momento de volver a defender lo humano y, en consecuencia, aprender de nuevo a amar. Porque, como afirmaba Benedicto XVI, «quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre».