Este miércoles celebramos el día de Europa, conmemorando la Declaración Schuman del 9 de mayo de 1950, cuando el entonces ministro francés de Asuntos Exteriores planteó que el sueño por una Europa unida que pusiese fin a los continuos enfrentamientos entre sus países solo se haría realidad con sencillos pasos escalonados, como el de la creación de una comunidad para la producción del carbón y del acero. Prototipo del arte de la caridad política entre el realismo y el idealismo de metas aparentemente imposibles. De la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero un año después en el Tratado de París, a la Comunidad Económica Europea del Tratado de Roma de 1957, y de esta a la Unión Europea (económica, social y política) de Maastricht de 1993.
Hace pocos días el presidente Donald Trump dijo que la Unión Europea se formó para aprovecharse de Estados Unidos. No le sirve como excusa su ignorancia, ni tampoco sus escasas facultades para la diplomacia. En realidad parece no entender que pueda haber proyectos políticos inspirados en nobles ideales, que aunque no ajenos a estrategias siempre discutibles favorables a unos más que a otros, no se pongan en marcha contra nadie, sino con la mirada puesta en el bien común, en una proyección de mejora del devenir de los hombres y los pueblos. Un bien común concebido, al menos por Robert Schuman, Konrad Adenauer, y Alcide de Gasperi, no solo para Europa sino para el mundo entero. Un idealismo que resultó ser muy realista, pues fue la envidia a las libertades unidas a ese bien la que pacientemente terminó con el Telón de Acero de sus vecinos de Este, y no la política disuasoria de la Guerra Fría.
Con todos los defectos atribuibles a una empresa humana, con todas las contradicciones propias de una organización internacional en la que confluyen intereses, ritmos y situaciones distintas por parte de sus Estados miembro, y con todas las inercias disfuncionales de una amalgama de instituciones burocráticas, la Unión Europea es el único proyecto político de la Era Moderna que se crea fundacionalmente sobre los principios de primacía de la dignidad humana (protección de los derechos humanos), el bien común (sobre los intereses particulares), la solidaridad (políticas sociales comunes) y la subsidiaridad (en la gestión local, regional, nacional y continental). No por casualidad, sino por la inspiración de sus padres fundadores, los cuatro son principios de la doctrina social de la Iglesia.