La esperanza del calamar
La serie es una fotografía en blanco y negro que viene a demostrar que en el mundo de hoy las grandes brechas no están entre izquierda y derecha o entre pobre o rico, sino entre quien cree que el hombre es criatura o no
El 15,5 % de los españoles pensó en suicidarse el año pasado. El porcentaje sube al 25,7 % entre los jóvenes de 18 a 25 años. Son datos del IV Estudio de Salud y Estilo de Vida, presentado la semana pasada, y que apunta otros datos preocupantes: El 20 % de españoles podría presentar depresión, y uno de cada cuatro presenta síntomas relacionados con algún trastorno de ansiedad. Una de las claves del éxito de El juego del calamar, la serie de Netflix que ha pulverizado récords de audiencia, es haber entendido la patología del mundo. Como a muchas de las propuestas de éxito de la cultura actual –ya sea una serie, una canción o un partido político–, acierta con el diagnóstico: el problema fundamental de este tiempo es la falta de esperanza. El desafío es acertar con la propuesta alternativa a ese escenario de frustraciones compartidas.
La serie de Netflix hace un buen retrato del mundo occidental, ya que enfrenta al hombre con el hombre en una batalla por la supervivencia, como si la vida de uno dependiera de la muerte del otro; aquí el guionista parece haber leído la máxima sartriana de que el otro es un infierno. Ofrece una apropiada reflexión sobre lo problemático que resulta conjugar la libertad en un mundo de dependencias tecnológicas y adicciones varias, lo que le permite examinar los extrarradios de la condición humana: ¿de dónde viene el mal que hacemos?, ¿y el bien? La serie sirve además para criticar tanto al capitalismo como al comunismo, homenajea a Orwell pero también a Laclau y a Mouffe. Oportunamente, cualquier espectador puede encontrar un asidero ideológico al que acogerse, aunque sea por oposición. Se critica el individualismo, pero también el colectivismo y, por si acaso le faltara algo a la batidora cultural, uno puede encontrar ahí una pizca de sororidad y un algo de reflexión sobre los límites de la meritocracia. Y todo ello envuelto en un bello papel contemporáneo, efectivo, brillante en algún momento. Incluso la violencia aparece casi como chivo expiatorio en sí misma, una violencia que ya no nos escandaliza, que canaliza más bien la tupida red de emociones no expresadas con las que llegamos al final del día. La cultura coreana, además, no está construida sobre los muros de Roma y Jerusalén, por lo que carece de asideros familiares.
La serie es mucho más amarga que violenta y por eso no debemos caer en el error de verla como si fuera un juego. Es una fotografía en blanco y negro a la que le falta la propuesta alternativa y que viene a demostrar que en el mundo de hoy las grandes brechas no están entre izquierda y derecha o entre pobre o rico, sino entre quien cree que el hombre es criatura o no, quien defiende que la libertad me es dada o quien cree que el hombre debe ganársela. Los jóvenes no se quieren suicidar por nada, es por algo y ese algo es este mundo de algoritmos que les escamotea la verdad más importante de todas: hay esperanza, porque «nuestro Dios es un Dios que salva».