La esperanza del Adviento
I domingo de Adviento / Evangelio: Lucas 21, 25-28. 34-36
Comienza un nuevo año litúrgico, en el que iremos contemplando domingo a domingo los misterios de la vida de Jesús. Iniciamos ahora el tiempo de Adviento, el tiempo de la espera ante la venida del Señor. Profesamos nuestra fe en el credo diciendo: «Vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin». Así, el tiempo de Adviento es sobre todo el deseo más vivo de este acontecimiento, una esperanza que habita siempre en el corazón del creyente, pero que en las últimas semanas se vuelve más ardiente, más orante. «Maranatha (1 Cor 16, 22), ven, Señor Jesús (Ap 22, 20)», es el grito de toda la Iglesia.
En este nuevo ciclo el Evangelio que se proclamará es el de Lucas, que nos presenta a Jesús principalmente como un profeta que anuncia la llegada de Dios entre nosotros en la humildad, en la debilidad, en la misericordia sin límites infundida por su Padre, un Padre con entrañas de amor infinito.
Así, el Evangelio de este primer domingo de Adviento recoge parte del discurso escatológico (Lc 21, 25-28). Jesús en la última etapa de su vida anunciará el final de esta historia, y el comienzo de la historia desde su presencia glorificada. Utiliza el lenguaje apocalíptico, propio de una corriente espiritual que buscaba reavivar la esperanza en los creyentes, especialmente en tiempos de prueba y persecución.
De este modo, para hablarnos del final de la historia usa imágenes sorprendentes. El sol, la luna y las estrellas (cf. Is 65, 8) eran dioses para los pueblos, ídolos adorados como poderes divinos. Sin embargo, en ese día de la venida del Hijo del hombre estas criaturas celestiales serán destronadas para siempre, porque solo el Señor será Dios y Rey del universo. A través de estas imágenes normales, pero llenas de imaginación (señales en el sol, en la luna, en las estrellas…), Jesús quiere comunicar algo que es real y se debe tomar muy en serio: el final de la historia será una gran conmoción en el interior del alma y en el exterior, es decir, en toda la creación. Sabemos que eso sucederá y, conforme más cerca esté esa venida del Señor, con más dureza percibiremos ese hundimiento.
¿Cómo redundará esto en el interior del ser humano? Se acaba y tiembla todo, y el individuo (incluso la comunidad, o incluso la humanidad) ve que no puede hacer nada por evitarlo. Y ante eso, el sentimiento del hombre, inteligente y frágil a la vez, será de angustia, miedo y ansiedad.
Así, la página de este Evangelio recoge la manifestación de Dios al final de la historia y de los tiempos, un final que vendrá de repente. De pronto, sin que ninguno de nosotros pueda preverlo, veremos «al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad» (cf. Dn 7, 13); su presencia se impondrá sobre todo el universo. Nadie podrá escapar de esta visión que desvelará la identidad plena de Jesús. Ese hombre, Jesús de Nazaret, que fue condenado a una muerte de cruz (cf. Lc 23, 34), que es Dios en plenitud y gloria, se presentará como Salvador de la humanidad y Juez de todo el mal cometido en la historia.
¿Y qué hacer, por tanto, mientras esperamos aquel día? Jesús termina su discurso invitando a la vigilancia y a la oración ante la venida del Señor (Lc 21, 34-36). Los discípulos de Jesús, los creyentes en Él, no deben amilanarse, sino «levantar la cabeza», asumir la postura de un hombre en el camino, en posición erguida, sostenidos por la esperanza. ¡Qué imagen tan significativa! El hombre en pie, con la cabeza alzada como signo de valentía, convencido de que lo que pasa es por su salvación; el hombre que no teme y, por lo tanto, camina con seguridad hacia el Señor que viene. Es la actitud de la persona que se pone en oración ante Dios, deseando un encuentro con Quien ama profundamente; es la postura del centinela que, de pie, despierto, atento, escudriña el horizonte para estar listo y gritar al pueblo que el Señor viene, que llegará de repente y se manifestará en la gloria.
¿Pero le veremos, con alegría y gozo? Dependerá de que nuestra vida esté abierta a Él, que no estemos embotados por el vicio y por tantas urgencias que nos envuelven. Es preciso estar viviendo en otra dimensión: en la esperanza del Adviento. Entonces, la ansiedad cambiará, y se convertirá en espera ardiente –¡qué sentimientos tan diferentes!–. La angustia se transformará en tensión –positiva–, y el miedo será valor y fortaleza en una situación difícil.
Vivamos el Adviento de la mano de la Palabra, en oración y en la Eucaristía. Entreguemos nuestro pasado con gratitud a la misericordia de Dios; vivamos el presente como un regalo, abiertos a su voluntad, agradeciendo tantas presencias que nos rodean, sobre todo la presencia del Señor; y aguardemos el futuro, rezando para que ese futuro llegue pronto. Es tiempo de Adviento, tiempo de espera, para servir y aguardar al Esposo, a nuestro Dios. Que Él nos conceda valor para confiar y esperar, creatividad para hacer productiva la espera, fortaleza para aguantar el desánimo, y alegría para sostener a los que ya no pueden más en el camino de la vida.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y el oleaje, desfalleciendo los hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo serán sacudidas. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder y manteneros en pie ante el Hijo del hombre».