La escultura está muerta, el pincel da vida - Alfa y Omega

La escultura está muerta, el pincel da vida

La exposición Darse la mano, en el Museo del Prado, pone de manifiesto cómo la talla de la madera y la policromía se complementaban en el Siglo de Oro para maximizar el efecto en quien observaba

Juan Carlos Mateos González
Imagen de las salas de la exposición 'Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro'
Imagen de las salas de la exposición Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro. Foto: Museo Nacional del Prado.

Hasta el 2 de marzo, el Museo del Prado presenta en el edificio de Jerónimos Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro, una muestra que pone de manifiesto cómo la escultura barroca, en relación con la pintura, jugó un papel fundamental en la religiosidad de la época. En medio de una espectacular puesta en escena, la exposición reúne casi un centenar de esculturas de grandes maestros como Gaspar Becerra, Alonso Berruguete, Gregorio Fernández, Damián Forment, Juan de Juni, Francisco Salzillo, Juan Martínez Montañés o Luisa Roldán. Estas obras, acompañadas en algunos casos de pinturas y grabados, permiten al espectador hacer una reflexión sobre la complementariedad entre ambas disciplinas. Ya en 1691 Antonio Palomino, al alabar la escultura del Cristo del Perdón, obra tallada por Manuel Pereira y policromada por Francisco Camilo, escribió: «Así la pintura como la escultura, dándose las manos, componen un prodigioso espectáculo».

Desde la antigüedad, la escultura era considerada como una necesidad para la representación. La divinidad se manifestaba a través de imágenes que, al ser cubiertas de color, ganaban en verosimilitud, subrayando la vida frente a la palidez de la muerte. En 1677 el benedictino Gregorio de Argaiz afirmaba: «Cada figura, por perfecta que sea en la escultura, es un cadáver; quien le da vida, y alma, y espíritu, es el pincel, que representa los afectos del alma. La escultura forma al hombre tangible y palpable, mas la pintura le da la vida». La estrecha colaboración entre escultores y pintores pone de manifiesto la importancia del color, que no se limitaba a simple acabado superficial, sino que constituía un elemento esencial e indispensable para considerar finalizada la obra. Gracias a su bajo coste, la madera se alzó como material por excelencia de la escultura, susceptible de colorearse para simular la piel. Pintar las esculturas ha permitido a los artistas, a lo largo de los siglos, pintar muchas escenas de la Escritura. El color ha sido clave a la hora de relatar episodios como la crucifixión, ya que «era absolutamente fundamental y era el que le daba la vida a la escultura». Para ponerlo de manifiesto, podemos contemplar un imponente paso de Semana Santa que ha entrado, por primera vez, en las salas del museo. También por primera vez se muestran al público cinco obras recientemente adquiridas por el Museo del Prado: el Buen y mal ladrón, de Alonso Berruguete; San Juan Bautista, de Juan de Mesa y José de Arimatea y Nicodemo, de un Descendimiento castellano bajomedieval.

El culto a san José y a su oficio de carpintero cobró especial importancia. El taller donde transcurrió la infancia de Cristo sirvió como metáfora de su posterior martirio en la cruz. La laboriosa labra de la madera como imagen de la vida cristiana fue entendida como un ejercicio de privación y renuncia, encaminado a alcanzar la eternidad.

Junto a la idea del Dios pintor, los sermones también emplearon la imagen como supremo escultor. A Él le debía el hombre su forma primera pero correspondía a cada uno, a través de sus actos, policromar la obra divina con mayor o menor fortuna. Escultura y pintura se fundían así en una síntesis perfecta al servicio del relato sagrado.

La imagen de la Virgen de la Soledad, venerada en el convento de la Victoria de Madrid desde 1568 y desaparecida en un incendio en 1936, constituye todo un ejemplo de la interrelación entre pintura y escultura. Creada en un contexto cortesano tridentino, como enseña de una cofradía penitencial, se concibió con la intención de ser llevada en procesión. La leyenda presenta a su artífice, Gaspar Becerra, en escucha de la divinidad, que le daría las instrucciones para crear la icónica obra: una escultura de vestir cubierta con un sencillo atuendo de luto blanco y negro. Se vinculaba así con la Antigüedad, donde el negro ya era expresión visual del dolor y la muerte. Reproducida y copiada muchas veces, recreada y reinterpretada por los artistas más famosos y en todos los medios, como en un juego de espejos, se convirtió en una de las devociones más netamente hispánicas, difundida desde Filipinas hasta Nueva España y desde Sicilia hasta Flandes.

Las esculturas en madera, además, dieron alas al fenómeno procesional. Los pasos, en figuras individuales o de grupo, potenciaron mucho el dramatismo de las imágenes por el cromatismo o el dinamismo de las composiciones. A su expresividad y capacidad comunicadora contribuía además contemplarlos en movimiento. Algunos se llegaron a articular para aumentar su influencia en los fieles.

Escultores y pintores participaban en un ambiente impregnado de religiosidad, centrada en la santidad. El efecto de mayor trascendencia lo ejercían los santos cercanos en el tiempo. Como sujetos familiares y cercanos, gozaron de un favor especial, porque suponían una vía de acceso y de conocimiento de la divinidad, y se proponían como ejemplo de superación de las pasiones. Todo ello se puede admirar y, sobre todo, contemplar en esta exposición que es, como decía Palomino «un prodigioso espectáculo».