La epidemia del fentanilo estremece Estados Unidos
Solo se necesitan dos miligramos de esta sustancia para que sea letal. Mientras las muertes por sobredosis se han disparado en el país, la Iglesia continúa en primera fila ayudando con los tratamientos y promoviendo cambios en las leyes
Descrita por el presidente Joe Biden como una «gran tragedia nacional», la crisis del fentanilo en Estados Unidos ya alcanza niveles extremos y lidera la gran mayoría de muertes por sobredosis en los últimos años. Según datos del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC por sus siglas en inglés), esta sustancia fue la responsable de un tercio de las muertes entre los estadounidenses de 25 a 34 años en 2022. Teniendo en cuenta que bastan dos miligramos de esta sustancia para que sea letal, no es de extrañar que mueran más estadounidenses por el consumo de fentanilo que por accidentes de tráfico o por armas de fuego o en las tres guerras de Vietnam, Irak y Afganistán juntas.
Se trata de una sustancia 50 veces más potente que la heroína pura y 100 veces superior a la morfina, que está dejando imágenes apocalípticas y desoladoras en las grandes ciudades del país. La gran mayoría del fentanilo que se vende en Estados Unidos proviene de México, donde es sintetizado clandestinamente y entra de contrabando por las fronteras terrestres, dispuesto a ser repartido entre los traficantes callejeros. El problema aumenta cuando se mezcla con otras drogas como la heroína, la metanfetamina o la cocaína, porque el resultado es una bomba difícil de controlar.
«En los últimos años ha explotado la situación y se ha vuelto especialmente crítica en las calles», dice Enrique Morones, un reconocido activista católico por los derechos humanos en San Diego, ciudad fronteriza con México. Ha sido testigo de la muerte de gente cercana por sobredosis y, en conversación con Alfa y Omega, afirma que «cuando te drogas es imposible saber si estás consumiendo fentanilo. Como no se puede ni ver, ni oler, ni siquiera detectar por el sabor, muchas veces los chavales mueren por sobredosis de esta droga sin saber que lo estaban consumiendo. Así murió el mejor amigo de mi sobrino, con 20 años».
Sin ir más lejos, en enero de este año las autoridades de Portland (Oregón) declararon el estado de emergencia durante 90 días para intentar frenar el impacto del fentanilo. Durante este tiempo han creado un centro de mando temporal en el que funcionarios de diferentes perfiles coordinan estrategias y esfuerzos. Unidad y urgencia son las palabras más nombradas en todos los discursos, intentando dejar atrás las diferencias políticas para abordar un drama que se está convirtiendo en epidemia.
Desde el principio la Iglesia estadounidense no se ha cansado de denunciar y actuar. Ya en 2018, la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos aplaudió los esfuerzos del Congreso para hacer frente a la crisis promoviendo leyes concretas. También aludió a las palabras del Papa Francisco, en las que recordaba que «cada drogadicto tiene una historia personal única y debe ser escuchado, comprendido y amado. No podemos caer en la injusticia de categorizar a los drogodependientes como si fueran meros objetos». Los obispos animaban a continuar el aumento de la investigación y los tratamientos, así como a poner el foco en la educación o la seguridad. Además, recordaron que «la crisis de los opioides no puede esperar los cambios de legislatura», alentando a una unión bipartidista. Sin embargo, desde entonces la situación no ha hecho más que empeorar.
Pero la Iglesia sigue al pie del cañón. Iniciativas parroquiales, charlas educativas o conferencias médicas alertando de los peligros; todo suma para evitar el avance de esta bestia en forma de droga. Su labor asistencial y formativa continúa recordando la importancia de abordar, no solo los síntomas de la grave crisis del fentanilo, sino también las raíces profundas de una sociedad cada vez más ahogada por las drogas. Un ejemplo es Catholic Charities, la red más grande de organizaciones de servicio social en Estados Unidos. Con más de 160 oficinas repartidas por todo el país, buscan reducir los índices de pobreza a través de programas de asistencia inmediata, investigación y promoviendo reformas legislativas. En la diócesis de Arlington (Virginia) fue el obispo Michael Burbidge quien encargó a esta asociación la respuesta diocesana ante la crisis del fentanilo y otros opioides. Desde entonces, trabajan estrechamente con más de 20 parroquias. Aparte de contar con varias líneas de teléfono 24 horas disponibles para urgencias y atendidas por especialistas, ofrecen varias alternativas para ayudar a una desintoxicación supervisada: desde acuerdos con hospitales y centros locales específicos hasta residencias de rehabilitación con estancias que pueden llegar a los 90 días. También existe la opción de una hospitalización parcial en la que el paciente vive en su casa mientras realiza un trabajo ambulatorio intensivo con terapias de unas horas a la semana. Y por supuesto las redes de apoyo, grupos de recuperación y familias que sostienen en el proceso y sirven de asesoramiento, pero sobre todo levantan el ánimo.
Desde Catholic Charities afirman que no importa si eres migrante indocumentado, no eres católico o no tienes seguro médico. «Nuestros servicios no dependen del pago. Siempre estaremos aquí y seguiremos trabajando con quien lo necesite».