La emancipación de los católicos ingleses
En 1829, Gran Bretaña promulgaba la ley que reconocía a los católicos los mismos derechos civiles y políticos que al resto. La llamada emancipación fue la culminación de una lucha en la que la presión irlandesa fue decisiva. Atrás quedaban siglos de acoso generalizado en forma de destierro, embargo de propiedades, prohibiciones de trabajar y a veces hasta la muerte de todos aquellos, consagrados o seglares, que no renunciaron a su fe
La ruptura entre Roma y Londres se consumó en 1558, año en el que se aprobaron las primeras leyes anticatólicas, entre las que destacan la de Supremacía y la de Uniformidad. El Papa Pío V replicó en 1570 con la bula Regnans in excelsis, mediante la cual dispensaba a los católicos del juramento de lealtad hacia Isabel I –«pretendida reina»– y les obligaba a no acatar las «órdenes, leyes y mandatos» recibidas, so pena de excomunión. La respuesta de la soberana fue contundente: todo aquel que la considerase hereje sería acusado de alta traición y se le impediría viajar al extranjero. Así empezaba una persecución anticatólica que se reforzó con otras dos leyes: la de Corporación y la de Prueba. Entre las disposiciones de esta última, destacan la prohibición para ejercer cargos públicos a todo aquel que no profesara la fe anglicana así como la obligación de comulgar como mínimo una vez al año en un templo de la Iglesia de Inglaterra.
Se matizó la aplicación de estas leyes con otras dos –llamadas de Indulgencia–, aprobadas respectivamente en 1672 para la primera y 1687 y 1688 para la última. La primera concedía cierta libertad religiosa hacia los católicos y los protestantes «no conformistas»; la segunda extendía las disposiciones de la anterior, revocando, entre otras medidas, el requisito del juramento anglicano. También se produjo cierta actividad en las zonas –como la de Liverpool u otras del noreste de Inglaterra– en las que las comunidades católicas estaban más arraigadas. La alegría fue de corta duración, pues la Revolución gloriosa de 1688, que derrocó al monarca católico Jacobo II, restableció de inmediato la legislación anticatólica. Fugaz consuelo si se tiene en cuenta que, entre 1581 y 1603, 180 recusants (católicos que se negaban a acatar la nueva legislación) fueron ejecutados, entre los que figuraban 120 sacerdotes.
La Iglesia católica reaccionó priorizando la formación de sacerdotes fuera del territorio británico. Para ello, decidió organizar las conocidas Misiones Inglesas, la primera de las cuales vio la luz, bajo la forma de un seminario, en la ciudad flamenca de Douai en 1568. Diez años más tarde fue creado otro similar en Reims, al que siguieron los de Roma, Valladolid, Sevilla y Lisboa. La presencia de sacerdotes era aún clandestina. El artífice de esta estrategia fue el cardenal William Allen, enemigo declarado de Isabel I. Sin él, no hubiera sobrevivido el catolicismo inglés. Sin embargo, su apoyo inequívoco a la Armada Invencible –estaba previsto que se desempeñara como regente de Inglaterra de haber tenido éxito la expedición– incrementó la persecución a los católicos ingleses durante el siglo XVII, de modo especial a los sacerdotes, que pudieron ejercer su ministerio gracias a la protección brindada por familias seglares, principalmente recusants, que a su vez arriesgaban su posición. A partir de 1685, los sacerdotes pudieron contar con el amparo de vicarios apostólicos –el único legado de Jacobo II que superó la criba de la restauración protestante–, que hicieron, por supuesto en precarias condiciones, las veces de autoridad episcopal.
El fin de la discriminación
El paso del XVII al XVIII fue el arranque, tímido y lento pero inexorable, del principio del fin de la discriminación de los católicos de a pie en lo que ya era Gran Bretaña. Poco a poco aumentaba la tolerancia hacia la práctica del catolicismo, tendencia que se plasmaba en la aparición de nuevas iglesias y lugares de culto, así como de congregaciones, aunque fuesen formalmente ilegales. Nada, sin embargo, se movía en el plano político e institucional: los papistas seguían excluidos de cualquier cargo público y seguían marginados en la vida social. El punto de inflexión se produjo en 1746 con la derrota definitiva del príncipe Carlos Estuardo –nieto de Jacobo II– en la batalla de Culloden. El episodio sirvió para diluir paulatinamente la animosidad oficial a hacia los católicos y desembocó en la votación de la Ley de Ayuda Católica: esta ley derogó, entre otras disposiciones, la relativa al enjuiciamiento de sacerdotes y la cadena perpetua por mantener una escuela católica. Asimismo, los católicos estaban facultados para enajenar propiedades y heredarlas. Hasta entonces, el beneficiario de la herencia de un católico era el pariente anglicano más próximo. Mas todos estos avances no fueron bien recibidos por un sector del establishment anglicano, una de cuyas figuras, Lord John Gordon, elevó en 1780 una petición para derogar la ley. No hizo falta más para que estallasen unos disturbios que ensangrentaron Londres durante varios días.
El pronóstico inmediato era que el ambiente generado por los disturbios de Gordon entorpeciese el largo proceso de emancipación católica. Así fue. Pero, a modo de vaso comunicante estaba Irlanda, donde el malestar era latente desde finales del Siglo XVIII. La unión definitiva con Gran Bretaña –Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda desde 1801– no hizo sino caldear un ambiente ya de por sí delicado. Un incidente ocurrido en 1816 propició un paso agigantado hacia el punto de no retorno: Daniel O’Connell, un activista y abogado católico tildó en público al Ayuntamiento de Dublín –bastión protestante por excelencia– de «corporación miserable». Ante lo que consideraban una ofensa, los aludidos retaron a O’Connell a duelo y designaron a uno de sus mayores expertos en ese arte, John D’Esterre. El combate se dirimió a favor de O’Connell que, en un alarde de señorío, compensó económicamente a la hija de su rival.
La victoria, sin embargo, le proyectó a una fama que supo inteligentemente aprovechar creando la Asociación Católica, considerada como una entidad precursora de las luchas cívicas modernas gracias a la eficaz movilización, principalmente a través de mítines masivos y de peticiones, de lo que se empezaba a llamar opinión pública. La presión ejercida por O’Connell y los suyos logró que la causa de la emancipación se convirtiera en un asunto central de la agenda política británica. Faltaba el acontecimiento que supusiera la cuenta atrás definitiva. Este llegó por medio de una elección legislativa parcial en la que estaba en juego un escaño en la Cámara de Comunes. En contra de las leyes vigentes, O’Connell se presentó y venció al ministro de Comercio. Para tomar posesión de su escaño, precisaba jurar el Acta de Supremacía. Hacerlo era contrario a su conciencia de católico. Estaba dispuesto a echar un pulso al Gobierno, que presidía el duque de Wellington, y a un Partido Conservador roto en dos por el asunto, al igual que ocurre ahora con el brexit.
A O’Connell no le tembló el pulso. Su órdago funcionó: Wellington y el líder conservador, sir Robert Peel, prefirieron ceder antes que enfrentarse a otra revuelta en Irlanda. Más duro fue convencer al muy reticente Guillermo IV que sancionase la Ley de Emancipación. Terminó haciéndolo el 13 de abril de 1829: ese día todos los católicos del Reino Unido dejaron de ser ciudadanos de segunda categoría. Ya podían ejercer cargos públicos –con ciertas excepciones– y disfrutar de los mismos derechos civiles que el resto. Habían sido necesarios 260 años. Se había hecho justicia con los santos Tomás Moro, Tomás Beckett, Juan Fisher, decenas de mártires y millones de católicos.