La concordia fue posible, ¿por qué no también ahora?
Tal como se lee en su epitafio, «la concordia fue posible» con Adolfo Suárez. «¿Por qué no ha de serlo también ahora y siempre en la vida de los españoles?», se preguntó el cardenal Rouco, que presidió, el lunes, un funeral por el alma del ex Presidente. El arzobispo de Madrid resaltó su «testimonio ejemplar» en la vida pública y en la familiar «para los católicos de esta España de hondas raíces cristianas», llamados hoy a reavivarlas . Éste es el texto de la homilía:
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Los restos mortales de nuestro hermano Adolfo (que en gloria esté) descansan ya en el claustro de la catedral de Ávila, la ciudad de Teresa de Jesús, aquella santa castellana que moría porque no moría. Morir por el verdadero amor y morir amando de verdad es señal inequívoca de la fecundidad de una vida comprendida y cumplida a la luz del misterio de Aquel que «murió por todos para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos» (2Cor 5, 15). El misterio de Cristo, Hijo del hombre e Hijo de Dios, es el misterio del Amor de Dios al hombre, el Misterio del amor más grande, del que hacemos memoria en esta celebración eucarística por nuestro querido hermano Adolfo, cuya vida al servicio de España nos resulta inexplicable sin la fuerza inspiradora y motivadora del amor cristiano. Al avivar los recuerdos de su larga, limpia y generosa trayectoria en esta hora de la prueba decisiva, que es la muerte, y al hacerlos presentes en la memoria eucarística, ¿no se nos impone el convencimiento de que a él también le apremiaba el amor de Cristo, del que hablaba san Pablo a los fieles de Corinto? Su familia, sus queridos hijos y nietos, dirán sin vacilar: ¡que sí!
Su plegaria es hoy nuestra plegaria, la plegaria de la Iglesia en España. ¡Es la plegaria de España! Lo confirman la presencia en esta Santa Misa de Sus Majestades los Reyes, de sus Altezas Reales los Príncipes de Asturias, de los representantes de las más altas instituciones del Estado, de numerosos fieles, ciudadanos de Madrid y procedentes de otros lugares de la geografía patria, y de los que están siguiendo la ceremonia por las pantallas de televisión. Son el eco y el testimonio emocionado de profundos y nobles sentimientos de aprecio, estima y gratitud sinceras para con aquella persona que sirvió a los españoles con rectitud y fortaleza ejemplares en uno de los momentos más cruciales y delicados de su historia contemporánea. Es la nobleza de corazón de tantos creyentes y de tanta gente sencilla y de buena voluntad, que se expresó espontáneamente desfilando en largas e interminables colas ante su cadáver, para rendirle un último homenaje de reconocimiento a su persona y que se manifiesta, sobre todo ahora, en la oración por él y, ¿cómo no?, también por España. El Papa Francisco nos ha llamado reiteradamente la atención sobre el valor de la fe del pueblo sencillo, para acertar en el discernimiento de lo que hay de verdad y de bien en las personas y en los acontecimientos que marcan los caminos de la Historia. Es esa conciencia sana de las almas sencillas la que ha atisbado y juzgado con acierto que, para comprender y valorar el significado más profundo de lo que sostuvo la vida y de lo que ha sido la muerte del que fue Presidente del Gobierno español durante casi un lustro, don Adolfo Suárez, no se pueden olvidar las palabras de Jesús cuando aseguraba a sus discípulos que «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24).
Consecuencias para hoy
«No valoramos a nadie según la carne» (2Cor 5, 16), decía san Pablo de sí mismo. La tentación de juzgar la vida de las personas y de la propia existencia según la carne es muy poderosa. Había vencido incluso al propio Pablo, el Apóstol de los gentiles, a la hora del reconocimiento de quién era y de qué significaba Cristo para él y para el hombre de todos los tiempos y lugares. «Si alguna vez juzgamos a Cristo según la carne -confiesa él-, ahora ya no» (2Cor 5, 16). Huir del juicio según la carne para juzgar según el Espíritu es lo que nos posibilita la imprescindible apertura de la mente y del corazón para admitir y aceptar nuestra deuda con nuestro hermano Adolfo, llamado ya por el Señor de la vida y de la muerte a su presencia, y para enfrentarnos honradamente con las consecuencias personales y colectivas que debiéramos extraer de la experiencia de las circunstancias tan complejas, duras y dolorosas que enmarcaron su vida y rodearon su muerte. Mirando al bien de España, a su presente y a su futuro:
• La concordia fue posible con él. ¿Por qué no ha de serlo también ahora y siempre en la vida de los españoles, de sus familias y de sus comunidades históricas? Buscó y practicó tenaz y generosamente la reconciliación en los ámbitos más delicados de la vida política y social de aquella España que, con sus jóvenes, quería superar para siempre la guerra civil: los hechos y las actitudes que la causaron y que la pueden causar.
• Su vuelta a una vida de familia más intensa, dedicada al cuidado tierno y sacrificado de la esposa y de los hijos, después de la retirada dolorosa de la vida pública, y el asumir el largo tiempo de la propia enfermedad, humanamente hablando tan oscuro, haciendo propio el dicho de Jesús -«El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25)- nos han dejado un testimonio ejemplar y, en su prolongado silencio, una advertencia elocuente de cuáles son y deben ser los auténticos y fundamentales valores, los absolutamente necesarios, si se aspira a edificar un tiempo nuevo para la esperanza de nuestra sociedad y de cualquiera otra. En una palabra, si se quiere vivir, y ayudar a vivir a sus jóvenes generaciones en libertad, justicia, solidaridad y paz.
• La forma sobrenatural de su aceptación y de su vivencia del sufrimiento en la difícil y heroica temporada de la enfermedad de su hija y de su amada esposa, y en los años crueles de la propia, que él asumió enteramente, hablan de un hombre de arraigada y profunda fe cristiana, muy consciente de que, siguiendo y sirviendo a Cristo hasta la Cruz, estaría con Él y con sus hermanos, amando en el tiempo y en la eternidad. «El que quiera servirme -decía el Señor- que me siga, y donde esté yo, allá también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará» (Jn 12, 26). ¡Una buena y hermosa lección para los católicos de esta España de hondas raíces cristianas, llamados con urgencia histórica a ser y servir de fermento de nueva humanidad en medio de sus conciudadanos, afrontando humilde y valientemente el compromiso del amor cristiano con la sociedad y con el pueblo al que pertenecen!
Son -¡somos responsables!- de que una gran tradición espiritual, que ha configurado en decisiva medida la historia del alma de España -¡su historia interior!-, no sólo no se pierda, sino que renazca como esa nueva criatura de la que hablaba san Pablo a los Corintios: «El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado» (2Cor 5, 17). Sí, para nuestro hermano esperamos y pedimos fervientemente al Señor resucitado que lo nuevo, la verdadera y eterna gloria, haya comenzado ya y que la inmarchitable novedad de Cristo vuelva a florecer en España. El Papa Francisco nos ha puesto a los católicos ante el desafío de ser Iglesia en salida. Lo seremos si estamos dispuestos a ser testigos fieles y consecuentes de lo que el Beato Juan Pablo II llamaba «el Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona humana y el Evangelio de la vida (que) son un único e indivisible Evangelio» (cfr. Evangelii gaudium, 19 y ss.; y Evangelium vitae, 12).
La Virgen María, la Madre del Señor y Madre nuestra, que ha engendrado en su seno purísimo al Hijo de Dios para que el hombre viejo pudiera transformarse en un hombre nuevo, llamado a su Gloria, quiera acompañar nuestra plegaria en esta Eucaristía por nuestro querido hermano Adolfo y por España: ¡Ella que es la Madre del Amor Hermoso!
Amén.