La casa de la amistad
16º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 10, 38-42
El Evangelio de Lucas en este domingo XVI del tiempo ordinario nos presenta a Jesús en el camino de Jerusalén, llegando a una aldea anónima, donde es acogido por Marta y María. Según el evangelista Juan eran las hermanas de Lázaro, una familia de Betania que lo hospedaba frecuentemente en su casa, ofreciéndole el consuelo de la amistad y un lugar para su descanso (cf. Jn 11, 1-44; 12, 1-11). Porque la verdadera amistad siempre nos descansa y reconforta en el camino de la vida.
Marta invita a Jesús a entrar en la casa, y comienza a servirle, con una actitud ejemplar: pone la mesa, prepara la comida, dispone todo para festejar a ese huésped al que reconoce como Maestro y Señor… María, en cambio, casi absorta ante la presencia de Jesús, hace algo diferente: se sienta a sus pies y escucha atentamente su Palabra. Esto significa prestar atención al huésped que recibes en casa y escuchar lo que nos viene a decir. Son dos formas distintas de acoger al Señor, igualmente solidarias. Sin embargo, el generoso activismo de Marta y el hecho de «andar de aquí para allá» ajetreada por tantos servicios la lleva a acusar a su hermana: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? ¡Dile que me ayude!». Ante esta petición, Jesús hace un discernimiento lúcido y claro, aportando una enseñanza fundamental a sus discípulos: «Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; solo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán».
¿Cuál es el significado de estas palabras? En primer lugar, es necesario aclarar que Jesús no contrapone vida activa y vida contemplativa, como si rezar fuera mejor que servir a los hermanos, aunque, por desgracia, se haya dado con frecuencia esta interpretación tan reduccionista. Por otro lado, Jesús amaba la comunión de la mesa y valoraba el servicio de cuantos trabajaban para hacer de la mesa un lugar donde comer juntos en la alegría y en el diálogo fraterno… Acoger no es solo «hacer cosas» para quien nos visita, sino también regalarle nuestro tiempo, hacer que el otro entre en nuestro corazón a través de la escucha.
Por eso Jesús distingue entre «las muchas cosas» de las que se preocupa Marta y «lo único necesario», la «parte mejor» escogida por María. Marta está muy afanada, sin aliento, esclava de la preocupación. Cuántas veces advirtió Jesús a sus discípulos de no ser presos de esta enfermedad tan sutil y peligrosa: «No os preocupéis por el día de mañana, sino buscad primero el Reino de Dios» (cf. Lc 12, 22-31); «Mirad que vuestros corazones no estén cargados de preocupaciones» (Lc 21, 34)… Para los discípulos del Señor uno debe ser el deseo principal: la escucha asidua de su Maestro, es decir, dejar que Cristo tome las riendas de nuestra historia y sea el único dueño de nuestra vida. No basta servir, es necesario hacerse siervos. Así, María, postrada a los pies de Jesús para escuchar su Palabra, es como la sierva del Señor atenta a su voz.
Marta y María conviven en nosotros de manera inseparable. A menudo es Marta la que se impone, la que aparece primero, empujándonos a correr al encuentro de Jesús —y de los hermanos— para acogerlo con alegría, pero colocando en primer plano nuestro activismo, sin ponernos realmente a su servicio… María, en cambio, está escondida dentro de nosotros, es como si dormitara en nuestro interior: para dejarla emerger, hay que morir al propio egoísmo y resucitar en la actitud de quien se pone a los pies de Jesús para escuchar su palabra con los oídos del corazón. Solo así seremos bendecidos, según la promesa de Jesús: «Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la guardan» (Lc 11, 28).
El Evangelio de este domingo podría ser una ocasión para meditar sobre la mujer discípula y madre. ¡Qué importante es la dimensión femenina de la Iglesia! Ojalá que todos descubramos ese nivel afectivo del corazón, que es lo más hondo de la persona, y que en la mujer tiene una densidad y una extensión que realmente es un regalo para todos. Nuestra primera casa, nuestro primer abrazo y beso es el vientre de nuestra madre. La mayor hospitalidad es la de las entrañas maternas. Por eso, los varones debemos dar profundamente gracias a Dios en nuestra oración por las mujeres que han habitado y enriquecido nuestra vida, dándonos vida. Y las mujeres deben rezar por hacer la voluntad de Dios y recibir la gracia de repartir vida a su alrededor.
En este momento cultural en que se menosprecia la vida, y son tan enormes los ataques violentos contra la vida del que no ha nacido, del moribundo y del pobre, reflexionar sobre la maternidad y la dignidad de la vida tiene gran importancia. Es cierto que en el caso de Marta y María no se habla de hijos, pero el tema de la maternidad está también presente, sobre todo desde esa mirada de María centrada en Jesús. La fe tiene una razón afectiva, y si no entra en el corazón no es fe cristiana, es puro legalismo.
¡Qué importante es la mujer para la Iglesia! ¡Es esencial su tarea! Necesitamos mujeres que, dejando una vida de libertades, se sienten frente al Señor, contemplen su corazón y comiencen a resucitar vidas que otros han gestado en la muerte. Recemos por esta misión, porque es posible que ahí se juegue en gran medida el futuro de la evangelización cristiana.
En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa.
Esta tenía una hermana llamada María, que, sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Marta, en cambio, andaba muy afanada con los muchos servicios; hasta que, acercándose, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile que me eche una mano». Pero el Señor le contestó: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada».