La comunión con Dios en la fe y en la esperanza culmina y se expresa en la comunión de la caridad, del amor a Dios y a los hermanos. Este domingo me voy a referir a la tercera virtud teologal.
A partir del texto de la primera carta de san Juan según el cual «Dios es caridad y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en él» (1 Jo 4,16), el Concilio Vaticano II enseña que «el primero y más imprescindible don es la caridad con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por Él. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el distintivo del verdadero discípulo de Cristo» (Constitución dogmática Lumen Gentium sobre la Iglesia, 42).
El amor de Dios Padre se ha manifestado en la entrega de su Hijo para la salvación del mundo y en el don del Espíritu Santo que lleva a su cumplimiento pleno la obra de Jesucristo. La caridad es respuesta a este amor primero de Dios a nosotros. «Amor con amor se paga», dice un refrán que puede tener una buena lectura teológica.
Edith Stein, que dejó el estudio de la filosofía para ingresar en un monasterio de carmelitas, es una de las grandes estudiosas de santa Teresa de Jesús y de san Juan de la Cruz. Con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz dejó escrita una obra extraordinaria titulada La ciencia de la cruz que quedó incompleta a causa de su deportación, por ser judía, a diversos campos de concentración para finalmente, en Auschwitz, ser condenada a morir en las cámaras de gas. Ella y san Maximiliano María Kolbe dejaron en este lugar, símbolo de la inhumanidad anticristiana, unos ejemplos admirables del amor cristiano.
Edith Stein dejó escrito que «el amor de Cristo no conoce límites, no se cansa nunca y no se asusta ante la miseria humana. Cristo vino para los pecadores y no para los justos. Y si el amor de Cristo vive en nosotros, entonces actuaremos como Él, e iremos en busca de las ovejas perdidas. El amor natural busca apoderarse de las personas amadas y poseerlas, si es posible, en exclusividad. Cristo vino al mundo para recuperar para el Padre la humanidad perdida; y quien ama con su amor, quiere a los hombres para Dios y no para sí».
¡Qué bella consigna para una acción pastoral inspirada en la caridad, en el amor como donación generosa, a imitación de la actuación de Dios! Edith lo resumía así: «Quien se ocupa afanosamente de ganar y conservar (las personas) para sí, ése pierde; quien a Dios las entrega, ése gana».
La virtud de la caridad es don de Dios, don de su Espíritu, gracia de Jesucristo muerto y resucitado. El cristiano es aquel que ama con el corazón, pero con un «corazón nuevo», creado por Dios en él. La caridad ha de generar ámbitos donde las personas sean respetadas, escuchadas y acogidas. Lugares donde el anonimato de las grandes ciudades y la dureza del mundo económico y laboral encuentren un contrapeso saludable. El teólogo Henri de Lubac dijo que «el humanismo cristiano ha de ser un humanismo convertido». Es oportuno que lo recordemos en este tiempo de Cuaresma.