La buena semilla, el grano de mostaza y la levadura
XVI Domingo del tiempo ordinario
Tres son las parábolas que, continuando en la línea del Evangelio del domingo pasado, concretan aún más detalles sobre el Reino de los cielos. Lo primero que llama la atención son los puntos en común entre la semilla, el grano de mostaza y la levadura. Estamos ante algo pequeño e incluso invisible, pero con una gran fuerza interior. Como se ha visto en varias ocasiones, el modo escogido por Dios para llevar a cabo su manifestación a los hombres ha puesto en primer plano lo pequeño, lo escondido y lo humilde. Es cierto que a lo largo de la Biblia hallamos también episodios en los que Dios se presenta con gran ímpetu y fuerza, tal y como observamos de modo paradigmático en la narración de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Pero pensar la acción de Dios únicamente bajo la perspectiva de lo llamativo nos abocaría a considerar que Dios solo actúa cuando es capaz de desencadenar grandes portentos de la naturaleza o llevar a cabo espectaculares milagros. Y esto implicaría por nuestra parte vivir siempre con la expectativa de ser testigos de alguna de estas poco frecuentes acciones; pero, en el caso de que nuestra vida fuera normal y corriente, sin acontecimientos grandiosos, correríamos el riesgo de pensar que Dios se olvida de nosotros o, lo que es peor, que está ausente.
Lo no aparente
El pasaje evangélico de este domingo nos coloca con gran realismo ante nuestra vida. La realidad de la vida y de la acción de Dios pasa casi siempre por algo que no es aparente ni destaca especialmente. La propia vida de Jesús nos lo muestra, aunque conozcamos algunos milagros o signos de su paso por Galilea, la mayor parte de sus días transcurrieron con total tranquilidad, pero tocando con intensidad el corazón de las personas que lo conocían. Esto mismo ocurrió con la primera misión en la Iglesia. La propagación del Evangelio se desarrolló muy paulatinamente y, salvo casos excepcionales por una transmisión oral en la que también se reconoció una fuerza que no procedía de los propios hombres, sino de la presencia y acción del Espíritu Santo.
Por eso, aunque la historia haya visto distintos modos de propagar la fe y se conozcan casos de conversiones en masa, nunca debemos olvidar la perspectiva de estas parábolas.
La paciencia y la esperanza
El texto del Evangelio juega con dos recursos. En primer lugar, el contraste: hay una gran desproporción entre los comienzos modestos (semilla) del Reino y el resultado final de la acción de Dios. En segundo lugar, el tiempo: no somos capaces de controlar el tiempo ni los ritmos de las personas. Este segundo punto tiene gran relevancia, puesto que constituye el núcleo de la parábola del trigo y la cizaña, enseñándonos que no podemos ser impacientes. Sabemos que en la vida nos encontramos con problemas que, a ser posible, deben ser cortados de raíz cuanto antes. Sin embargo, con las personas no ocurre así. No existen buenos o malos en sentido absoluto, sino que, mientras estamos en la Tierra, todo aparece mezclado, tanto en la sociedad como en nuestra propia vida. Esto lleva consigo que no podemos querer controlar los tiempos de la historia. La «cosecha» y el discernimiento se harán al final de los tiempos. Tampoco se puede buscar la eliminación del adversario ni la búsqueda artificial de enemigos, que tanto daño ha generado durante siglos. Cuando con gran ímpetu los criados de la parábola preguntan al amo: «¿Quieres que vayamos a arrancarla [la cizaña]?», reciben la indicación de dejar crecer junto al trigo hasta la siega. En las personas esto significa también reconocer la posibilidad del cambio, de la conversión. La propia Escritura afirma :«Yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta y viva» (Ez 33, 11).
En aquel tiempo, Jesús propuso otra parábola a la gente diciendo: «El Reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo pero, mientras los hombres dormían, un enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga, apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo: “Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?”. Él les dijo: “Un enemigo lo ha hecho”. Los criados le preguntan: “¿Quieres que vayamos a arrancarla?”. Pero él les respondió: “No, que al recoger la cizaña podéis arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega, y cuando llegue la siega diré a los segadores: arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero”».
Les propuso otra parábola: «El Reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno toma y siembra en su campo; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un árbol hasta el punto de que vienen los pájaros del cielo a anidar en sus ramas».
Les dijo otra parábola: «El Reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, hasta que todo fermenta». Jesús dijo todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les hablaba nada, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta: «Abriré mi boca diciendo parábolas; anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo».
Luego dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle: «Explícanos la parábola de la cizaña en el campo». Él les contestó: «El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del Reino; la cizaña son los partidarios del maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el final de los tiempos y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se echa al fuego, así será al final de los tiempos: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles y arrancarán de su Reino todos los escándalos y a todos los que obran iniquidad, y los arrojarán al horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga».