La amistad y la risa - Alfa y Omega

Suele decirse que descubrimos a nuestros mejores amigos en la hora de la tribulación. Son aquellos que nos sostienen cuando el destino, sañudo, nos zarandea; aquellos que nos sirven de agarradero cuando estalla la tormenta; aquellos que están, sí, claro, para reír, pero sobre todo para llorar. Subyace la idea de que las mejores amistades se forjan en la zozobra, que las pone a prueba. Es en el sufrimiento del otro, en ese momento en que su compañía ya no resulta grata sino deprimente, ya no luminosa sino sombría, cuando la tentación de huir se antoja más poderosa y la virtud de permanecer, por tanto, más loable.

Tiene mucho sentido, creo, que esta tesis esté tan extendida hoy. Lo tiene por el utilitarismo, que lo ha contaminado todo, y por el consumismo, que igual. Las personas de mi generación acostumbran —¡acostumbramos!— a medir a los amigos según lo que nos rentan o lo que nos aportan. Supongo que también ocurre con las de la anterior. Proliferan relaciones de usar y tirar, relaciones cuya supervivencia está condicionada a algo tan voluble como el interés. Asumimos que el amigo, para que merezca la pena, tiene que aportarnos algo: hacernos mejores, casi nunca, divertirnos, tal vez, adularnos, en muchas ocasiones. Frente al exceso de esta amistad pragmática, utilitarista, caprichosa, es bien lógico que enaltezcamos esas otras que no existen para algo concreto, sino porque sí; esas otras que sobreviven a la adversidad y, de hecho, se robustecen en ella.

Entiendo la tesis, yo mismo la he defendido varias veces, pero caigo ahora en la cuenta de que sobrevalora el sufrimiento. Parto de la premisa de que es tan difícil estar en la tormenta como en la calma, en la tristeza como en la dicha. Si en el sufrimiento nos seduce la tentación del interés, en la alegría nos guiña el ojito la de la envidia. Celebrar la felicidad ajena requiere mucha humildad. Reír bien exige inteligencia. Urge reivindicar a esos amigos que, con un chiste malo, con una anécdota de los años de juventud —parece preciso que siempre sea la misma—, con una broma a destiempo, nos descubren la chispa de la vida. De algún modo están haciendo más llevaderas nuestras pesadumbres futuras, como administrándonos un medicamento preventivo. Son la avanzadilla de quienes velarán por nosotros en el infortunio. Nos enseñan la gracia de la vida en los días de bonanza para que la percibamos también en los momentos más oscuros. Nos llenan de alegría para que, cuando esta se agote, apenas nos baste con recordar.

La tarea del amigo es, antes que sostenernos cuando sufrimos, reconciliarnos con el mundo cuando ya no. No es solo quien nos tiende la mano cuando el infierno ya está relamiéndose, sino también quien nos catapulta cuando ya nos hemos erguido. Una tristeza que no se comparte es demasiado onerosa, estoy de acuerdo. Pero también cabe decir lo mismo de la alegría. Necesitamos rodearnos de amigos festivos porque nadie es tan desdichado como para no sonreír nunca, porque una alegría que no se celebra por todo lo alto es mucho menos alegre y porque, además, una vida en la que no hay risa es, sencillamente, una vida que no merece la pena. El sentido de la existencia se nos desvela en la celebración: es entonces cuando el mundo se vuelve habitable, cuando el abismo que media entre nuestros deseos y la realidad de pronto se estrecha, cuando sospechamos que todo es tal y como debería ser.

Me imagino el banquete celestial como una interminable explosión de júbilo, con risas beatíficas por doquier, riadas de vino y todas las almas brindando por todas las almas y por Dios siempre primero. No agradecemos lo suficiente que aquí, en este valle de lágrimas, podamos prefigurarlo con nuestros amigos más jocosos. Celebrar ahora es prepararnos para la gran fiesta.