Si el Adviento es tiempo de esperanza, la Navidad lo es de alegría, porque un Niño pobre e indefenso vuelve a nacer en nuestros corazones. Con Él «siempre nace y renace la alegría», nos dice el Papa Francisco, en las primeras líneas de su reciente y luminosa Exhortación apostólica, La alegría del Evangelio, verdadero presente navideño que nos alienta y nos confirma tanto en la fe como en la razón. Alegría auténtica frente al materialismo consumista y embrutecedor, que todo lo degrada. Alegría verdadera, porque en ella «palpita el entusiasmo por hacer el bien», en palabras del Pontífice.
La alegría de la Navidad es un sentimiento de plenitud que nos levanta sobre nuestras miserias, porque Cristo nacido, crucificado y resucitado llena de luz la historia humana. En Él, en su amor que transfigura la Creación misma, reside el sentido y la alegría de nuestra vida. Por eso, el Papa nos invita a que dejemos de ser «evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos», y comuniquemos, con nuestro ejemplo, la alegría que Cristo nos transmite, la misma que ilumina y atrae los corazones a la Iglesia, porque «no crece por proselitismo sino por atracción». Ello nos lleva a pensar que, como en el amor humano, sólo atrae lo que sentimos como auténtico, incluso con el riesgo de equivocarnos. De ahí la denuncia cierta del Santo Padre de que, «en la cultura predominante, el primer lugar está ocupado por lo exterior, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio. Lo real cede lugar a la apariencia». Es la cultura triste y resignada del sucedáneo, en la que no cabe la alegría.
Frente a la tibieza mediocre y al pesimismo estéril, el Papa nos invita a no dejarnos robar la esperanza. No puede ser, por ello, más oportuna su alerta del peligro de aislamiento, «que es una traducción del inmanentismo», propio de un humanismo no cristiano al que acompaña «una falsa autonomía que excluye a Dios, pero puede también encontrar en lo religioso una forma de consumismo espiritual a la medida de su individualismo enfermizo». Esa obsesión posesiva ignora, como lúcidamente nos dice el Papa, que «el tiempo es superior al espacio». Así, frente a la búsqueda frenética de espacios de poder, cobran sentido las estrategias a largo plazo que saben ajustarse a los ritmos naturales y necesarios de los procesos de cambio, en los que debe reconocerse siempre, para que el cambio sea real, el límite que introduce el tiempo. Frente a la ansiedad y la prisa, Su Santidad nos propone implícitamente la vía del discernimiento, tan cercana a su perfil religioso de jesuita: «convicciones claras y tenacidad». Porque «la realidad es más importante que la idea», sobre todo cuando ésta se reduce a la sola palabra, la imagen o el sofisma. Invita a la Iglesia a entender la evangelización como un camino de diálogo, al servicio de la paz social y, en consecuencia, a «ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio». Buena nueva, que es lo que el Evangelio significa. Ésta, y no otra, es la alegría de la Pascua, animada siempre por la mirada maternal de María, causa de nuestra alegría.