En su reciente obra Se hace tarde y anochece el cardenal Sarah advierte que el Occidente contemporáneo está viviendo las consecuencias de la acedia, un estado del alma fruto de una «aversión generalizada a todo lo que constituye la vida espiritual». Una de las consecuencias más evidentes y notorias de este estado anímico es la falta de alegría. No se trata de aquella tristeza melancólica y autonegativa de quien sufre una depresión. De lo que en la acedia se trata es de un «rechazo» consciente de la alegría en las cosas de Dios. Es el tedio y el desprecio por los bienes espirituales. «Es la indiferencia a ese don que es Dios mismo y un rechazo de la radicalidad de la llamada de Dios». Es un rechazo que produce una tristeza profunda, desesperada.
Por su creación a imagen y semejanza de Dios, el hombre está inclinado de forma natural hacia lo verdadero, hacia el bien, hacia Dios, hacia el sexo contrario y hacia la conservación de la vida. La acedia es, en sí misma, tristeza por el bien. Una tristeza que tanto apesadumbra y deprime el ánimo de quien la sufre, que ya nada de lo que hace le agrada. ¡Nada! Situación insostenible para nuestra alma, que está llamada al gozo de la caridad y a la participación en la vida divina. Situación insoportable para nuestro ser, que también está llamado al gozo por la propia naturaleza racional, al gozo por los bienes admirables con los que Dios adorna cada una de las almas. Quien es ingrato ante los bienes recibidos de Dios y los desprecia, cae en la acedia. La dinámica de este proceso es clara: en primer lugar, no reconocer el bien recibido; después, mofarse de que lo recibido sea realmente un bien, y, por último, querer demostrar que ese bien, en el fondo, es un daño. Nada más alejado a la advertencia del apóstol: «¿Qué tienes que no hayas recibido?».
La tristeza de la acedia nada tiene que ver con aquella tristeza ordenada y lícita por un mal externo, por el mal moral, la corrupción, la violencia, las guerras, las injusticias. Lo grave es que es tristeza por un bien, por el bien interior donado por Dios en cada uno de nosotros. Por la acedia el hombre no goza del bien, lo rechaza, se entristece y huye de Dios, del bien de las cosas de Dios, del bien de las cosas queridas por Dios y del mismo bien que es su ser personal y que es su vida interior. El ser humano llega a perder el gusto por vivir y su dinamismo interior queda paralizado. Es lo que en psicología se describe con el término de vacío o frustración existencial, la antesala de la caída en la desesperación. La raíz de esta tristeza –señalaba Joseph Ratzinger– es la falta de una gran esperanza y la imposibilidad de alcanzar el gran amor.
Pero, ¿cómo es posible que alguien llegue a entristecerse frente a Dios?, ¿cómo es posible no alegrarse y gozarse por los bienes recibidos y a los que estamos llamados: el matrimonio, la familia, la amistad, la verdad, la honradez, la belleza, la entrega? La respuesta es también muy clara: porque para conseguir estos bienes, para mantenerlos y poder gozarse en ellos, es necesario renunciar a otros carnales, pasajeros, limitados, pero muy atractivos, especialmente en nuestros días en los que las personas y las sociedades tanto se han apartado de Dios y de las buenas costumbres. La alegría por las cosas de Dios exige renuncia a bienes que son atractivos, pero en los que el ser humano jamás encontrará el gozo verdadero.
La huida propia de la acedia es una huida de sí mismo y una huida de Dios. Es la huida vertiginosa, fenómeno contemporáneo, que toma la forma de una necesidad constante de cambio. Es el frenesí agitado por la novedad, el horror por lo permanente, por lo que es propio de la naturaleza humana. En esta huida frenética se cae en la duda, la duda ante todo, ante el sentido de la vida, ante las verdades de la fe, y, sobre todo, ante la fidelidad y la esperanza, y se opta por una mediocridad relativista a la búsqueda de compensaciones y distracciones que apaguen, en un intento por silenciarlo, el grito del alma en busca de su bien, en busca de Dios.
El hombre que tiene acedia huye del fin de su vida espiritual y se desespera; pero, además, impugna y se rebela ante aquellas cosas que le traen la tristeza. Por eso existe hoy un extraño odio del hombre contra su propia grandeza, contra su dignidad, y se pone en tela de juicio aquella verdad que recuerda al hombre su origen y su vocación: «El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (Gaudium et spes, 24).
Tenemos que aprender a orar con sencillez y confianza en la misericordia del corazón de Dios, porque si no oramos nunca tendremos vida interior. No hay otro camino ni remedio contra la tristeza de la acedia sino perseverar en la oración humilde y sencilla, para que Dios nos mantenga en su gracia y nos conceda el gozo de su amor.
Mercedes Palet Fritschi
Doctora en Psicología, asesora a seminarios de España y Suiza. Los días 17 y 18 ha impartido el curso La acedia, el mal de nuestro tiempo, organizado en Toledo por el Aula de Teología desde el Corazón de Cristo