Juventud, divino tesoro - Alfa y Omega

«¡Ya te vas para no volver!», le recrimina Rubén Darío al divino tesoro de la juventud. Contra él hoy protestamos: lo que Dios atesora no se puede marchar. Por mucho que el cristiano avance por la curva del tiempo no pierde nunca su lozanía. Porque el creyente, como dice santo Tomás, tiene siempre toda la eternidad por delante. En el plateado de los cabellos brillan las riquezas que Dios quiere guardar para siempre.

Pero a veces lo pierdo de vista. A veces me canso y tiendo a acomodarme. Me conformo con lo que hago, con seguir con la inercia. Es como hacerse una muerte a medida. Nos buscamos un final de la historia: unos ingresos, una casa, un rendimiento, una compañía estable. Rebajamos al máximo la incomodidad y acallamos los quejidos del alma, que tiende a molestarnos cuando quiere desperezarse de tanto aburrimiento. «Tienes mucho ya, no seas ingrata. Con menos también se sobrevive». ¿Para qué más esfuerzo?

Cuando eso me sucede vuelvo a leer Mi historia, de Marcos Pou Gallo. Se trata de un texto que escribió este chico unos días antes de que un coche se lo llevase por delante a los 23 años, a la semana de entrar en el seminario. Ahora lo ha editado Encuentro para que vosotros también podáis tenerlo y así sacudiros de tanto en tanto el polvo de la mediocridad. Marcos era un chico de lo más normal. Jugaba bien al fútbol y no le faltaba éxito entre las chicas. Pero nada que hubiera merecido demasiado papel y tinta. De no ser por lo que Dios hizo de él: «Es algo extraño hablar de “mi historia”, puesto que lo único interesante en ella, lo único que la salva de ser una historia aburrida y plana es lo que Cristo ha hecho en mi vida». Dios había hecho de su vida «una aventura». A cada giro de cotidianidad le aguardaba la eternidad. Sus amigos pasaron a ser compañeros de una misión insustituible. Su novia llegó a despertar en él una «nostalgia inmensa» que nunca dejó de remorderle el corazón. Sediento de más, entró en el seminario. Quiso tocar a Dios con las manos y que los demás pudieran tocarlo con él.

Murió joven, y siempre se podrá sospechar de la mella que el tiempo podría haber provocado en su corazón. Pero aquel accidente lo dejó para nosotros como una estrella en el cielo, como una promesa de la eterna juventud de quien se atreve a aspirar al infinito: «Aprehender / el punto en que la eternidad y el tiempo se intersectan / es tarea del santo / o más que tarea. / Algo que se le da y quita / a una vida entera de muerte por amor» (Eliot).