Justicia y mansedumbre
La multitud es la casa común de los cobardes, pero en el corazón de cada una de esas personas, azuzadas por una herencia envenenada, habitan heridas concretas que necesitan ser sanadas. Hay que iluminar ese odio
Que la violencia solo devuelve violencia es algo que no discute nadie, ni siquiera los que la defienden como estrategia política. Los padres ideológicos de los que esta semana agredieron a los integrantes del tradicional desfile de san Fermín, miembros de la corporación local, autoridades civiles y eclesiásticas, son los que secuestraron y asesinaron a Miguel Ángel Blanco hace ahora 25 años. Y hay que entenderlo así para no perder la perspectiva de la gravedad de unos hechos que algunos han tenido la intención de banalizar.
Nos equivocamos si pretendemos hacer como que es normal que en unas fiestas populares un grupo de personas trate de coaccionar la libertad de otras mediante el insulto y la amenaza. Son esos que han nacido en un ambiente que ha regularizado esa violencia, que la ha integrado como si fuera parte del clima, algo con lo que hay que convivir. No podemos normalizarlo. Y la solución empieza por reconocer que todavía hay zonas en las que la luz de la democracia no ha terminado de llegar.
Sin embargo, la denuncia debe ir acompañada de la propuesta. Y la respuesta a esa violencia no puede ser otra que la que ha protagonizado uno de los agredidos, el arzobispo de Pamplona, Francisco Pérez. El prelado ha combinado las dos cosas más eficaces que existen contra cualquier matón: justicia y benevolencia. Lo primero, para que triunfe la verdad; lo segundo, para que lo haga el bien. Francisco Pérez ha pedido que la justicia actúe para que los agresores «tengan algún tipo de corrección». Es decir, que el mal sea purificado. Pero, a la vez, rezaba por ellos mientras pasaba las cuentas de su rosario. Le rogaba a la Virgen, como ha dicho a este semanario: «Son hijos tuyos, cuídalos. Tú eres Madre de todos, cuídalos».
El violento espera que el agredido responda con violencia, pero, al no hacerlo, al contraponer el amor al odio, rompe esa dialéctica que reduce y contamina, y gana para el mundo esperanza y compasión. Este hombre de la foto que camina mirando al frente escoltado por la Policía, silencioso ante el grito visceral, con sus hermanos detrás y su obispo rezando, no está solo. Puede que en ese instante de rabia sintiera miedo, es natural, pero no estaba solo: junto a él caminábamos todos los que creemos, con san Pablo, que solo el bien es capaz de vencer al mal.
La multitud es la casa común de los cobardes, pero en el corazón de cada una de esas personas, azuzadas por una herencia envenenada, habitan heridas concretas que necesitan ser sanadas. Hay que iluminar ese odio. Desenmascararlo con la verdad: hay otro camino. Mostrarlo es tarea de todos y a ese desafío está convocada toda la sociedad. El obispo de Pamplona ha marcado el sendero y, con su ejemplo, ha puesto una primera piedra llena de valor. Una roca firme en tiempos gaseosos. Es posible: el año que viene alguno de esos que grita e insulta habrá recuperado la paz gracias a las oraciones de aquel al que quisieron silenciar.