Ya desde los lejanos tiempos de Plutarco se comparó a Julio César con Alejandro Magno hablando, incluso, de «vidas paralelas». Tiempo después se les sumó un entusiasta admirador de ambos, como fue Napoleón. Pero lo cierto es que, al margen de su indiscutible genio militar, existen profundas diferencias entre los personajes. Para empezar, obviamente, de época. Alejandro y César fueron líderes en el mundo antiguo, en un tiempo en el que el Estado y las Administraciones no existían y había poco más que los individuos. Por el contrario, Napoleón se enfrentó a una Europa de naciones en buena parte ya formadas y conformadas como Estados, con instituciones propias y complejas, tanto en Francia como fuera.
Sin embargo, la diferencia que me interesa destacar tiene que ver con el carácter de los tres personajes y el modo en que alcanzaron y ejercieron el poder. Alejandro nació hijo de rey, concretamente de Filipo de Macedonia, quien, desde niño, le preparó no solo para su destino regio sino también para ejecutar un plan: la invasión de Persia. Para ello heredó el Ejército y los generales que había formado su padre. No tuvo, en consecuencia, que luchar por el poder ni tampoco, y esto es lo más relevante, hacer política para alcanzarlo. Esto no le quita un ápice de grandeza como conquistador, ni aminora sus logros como descubridor de un auténtico mundo nuevo.
Julio César y Napoleón, en cambio, no nacieron para ser reyes. Nadie que los hubiera observado como niños, jugando en la Subura en Roma o en una Córcega que acababa de incorporarse a Francia, hubiera pensado que estaban llamados a tan altos destinos como los que terminaron alcanzando. Solo ellos, en su sueño común de ser tan grandes como Alejandro Magno, pensaban en la gloria que les esperaba e hicieron todo lo posible por alcanzarla.
Pero también entre ellos hay diferencias. A pesar de la versatilidad de Napoleón y de su capacidad para la organización, la buena administración e incluso el derecho, sus méritos palidecen ante la amplitud de los ámbitos en que brilló César. Imposible competir con su genio militar, su capacidad literaria, su brillantez como orador, su ejercicio como abogado en el foro, la amplitud de sus reformas y, también, aunque suela olvidarse, con su ejercicio político.
Napoleón, en cambio, fue ante todo un militar. Casi todo lo consiguió, de un modo u otro, por la fuerza de las armas. Julio César fue más político que militar. Sus campañas, tanto en Hispania como en las Galias, fueron un medio para lograr el poder en Roma. Ello le permitió conseguir recursos económicos para pagar sus deudas y a sus legionarios, ganarse una aureola de militar victorioso que le equiparase a Pompeyo y asegurarse la lealtad de un Ejército que cruzara el Rubicón con él. Pero, antes, César venció en elecciones sucesivas, combinando carisma, el gasto de enormes cantidades de dinero en juegos, festejos y en obras públicas, y una indudable habilidad política. Fue, en términos modernos, un político populista.
Vistos desde cerca, algunos aspectos de su ejercicio político sorprenden por su modernidad: desde la necesidad de lograr financiación para sus campañas, su preocupación por su imagen personal y también la obsesión por el relato, como diríamos ahora. Sus Crónicas de la guerra de las Galias, escritas en tercera persona, fueron un claro instrumento de propaganda.
Tampoco debemos olvidar las consecuencias a largo plazo de sus acciones. Aunque César decidió ser magnánimo con sus rivales una vez que venció en la guerra contra Pompeyo —a diferencia de lo que harían Augusto, su sucesor, y también Napoleón—, el poder absoluto del que llegó a revestirse, heredado por los emperadores que le sucedieron, abrió la puerta a los desmanes de Nerón o de Calígula, por poner solo dos ejemplos. La destrucción de las instituciones republicanas terminó por costar muy cara a los romanos.
Por ello, César resulta interesante como anticipo de una política moderna en la que el culto a la imagen y a la personalidad de los líderes, el populismo, la preocupación por el relato y la ambición sin límites a la hora de alcanzar y retener el poder parecen convertirse en regla universal, con líderes que se enfrentan, incluso en los tribunales, a la acusación de atender contra las instituciones democráticas de sus países. No conviene olvidar la historia.
El autor acaba de publicar Julio César. El arte de la política (Editorial Berenice)