Estando en las puertas del siglo XXI, cuando todo parece indicar que no nos encontramos en una era de cambios sino en un cambio de una era, es pertinente plantearse la actualidad de la herencia de aquellas personas que como Julián G. del Castillo nos insistieron tanto en la necesidad de la formación de militantes como el medio más adecuado para la promoción liberadora del pueblo.
Era muy contundente en este tema: «Mientras no se promocione al hombre con capacidad para hacer él las cosas y tenga que ser dirigido, siempre habrá nuevas formas de dictadura».
Nunca ha habido en la historia tamaña concentración del poder y la riqueza, ni tamaño abismo entre los empobrecidos y los enriquecidos. Y, sin embargo, apenas se habla de militancia, y mucho menos de promoción del pueblo. ¿Será que la evolución de la desigualdad y la evolución hacia formas cada vez más autoritarias de gobernanza han dejado sin sentido estas aspiraciones? ¿Será que ya no aportan nada en un mundo tan salvaje con los empobrecidos y tan «en guerra» de poderosos contra débiles como el que estamos viviendo?
Julián siempre insistió en aprender de la historia de los pobres, la que está por escribir.
Hay que tomar nota de aquellos caminos que ya se han andado con resultados nefastos en el proceso de emancipación de los empobrecidos. Ante la injusticia, desde siempre se han dado tres tipos de respuesta: la actitud benéfico asistencial, que dirige todo el esfuerzo- en ocasiones heroico- a paliar los hechos, las carencias, a curar las heridas, sin reparar en aquello que las ocasiona; la actitud reformista y posibilista, que reconociendo la necesidad de transformar en profundidad la sociedad, se resigna a ser un «taller de reparaciones» , a hacer no tanto lo que «se debe», sino lo que «se puede»; y finalmente, la actitud militante. Y en esas seguimos.
La actitud militante se ha distinguido en el transcurso histórico, especialmente a partir del nacimiento del movimiento obrero en el siglo XIX, por una lucha decidida contra las causas de la injusticia, que no son sólo externas, ajenas a la persona, sino también internas. Y también por un cambio radical en la sociedad hecho desde abajo, desde el protagonismo conquistado, peleado, organizado, sostenido, por los propios empobrecidos. Una postura poco espectacular, nada efectista, hecha de incontables renuncias y sacrificios, de fracasos y victorias apenas perceptibles, de avances callados y silenciados que tal vez tardarán siglos en ser reconocidos. Una postura que ha ido aprendiendo, con sangre, que cualquier interferencia paternalista y cualquier dependencia subyugante de «líderes», minorías selectas, profesionales de la revolución, dirigentes,… sólo han servido para generar nuevas dictaduras.
Una postura que ha ido aprendiendo, con sangre, que cualquier interferencia paternalista y cualquier dependencia subyugante de «líderes», minorías selectas, profesionales de la revolución, dirigentes,… sólo han servido para generar nuevas dictaduras.
Es muy significativo que en plena «crisis» del mal llamado «estado de bienestar», ya en los años 80, surgiera, para sustituir a la malherida militancia, el voluntariado y las oeneges. Ello trajo los profesionales del desarrollo, hasta con título universitario. También es muy significativo que al rebufo de la «crisis» del 2007, la «agenda del cambio» esté esencialmente gestionada por los ideólogos de la globalización imperialista. Esos que han troceado la Causa de los empobrecidos en 365 «causas», con un día de celebración para cada una.
El primer escalón de la corrupción del pueblo es la corrupción del lenguaje, que siempre es cultura. Los «amos» de hoy, como ayer, han colonizado el lenguaje para pervertirlo una vez más. Ahora nadie habla de militancia pero si de «activistas» de tal o cual causa. Tampoco se habla de la promoción del pueblo porque los productores de cultura revolucionaria hacen campañas con la estrategia del «empoderamiento» de tal o cual sector de la sociedad.
El asistencialismo de oenegés o el «reformismo» de las causas de objetivo único son los mismos perros con distinto collar.
La militancia que nos transmitió Julián G. del Castillo es un patrimonio cultural de los empobrecidos. La cultura de los pobres que han luchado por la dignidad, la cultura de la solidaridad, es militante y de promoción integral y colectiva. Una sociedad que ha sido educada en el más salvaje individualismo y relativismo moral, para dejar de ser mercantilizada, estatalizada, burocratizada, corporativista o dirigida por los «líderes», no tiene otro camino que el de la promoción de militancia, que es un proceso sacrificado pero irrenunciable que exige vivenciar una cultura autogestionaria.