Cuando escribo estas líneas, Juan Pablo II el Grande yace ya en las grutas vaticanas, muy cerca del primer Papa, Pedro, a quien hasta tres veces preguntó el Maestro: «¿Me amas más que éstos?» Estas palabras, repetidas hoy en sus exequias, resuenan todavía en nuestros corazones, a la par que afligidos y tristes, esperanzados al saber que nuestro Papa, Juan Pablo II, goza ya del descanso eterno y del abrazo soñado del Padre; habrá sido conducido de la mano de María, nuestra Madre, a quien el Papa polaco se consagró desde su juventud, confiándose plenamente a Ella en su fructífero pontificado.
Han sido días de tristeza, llanto sereno, lágrimas sentidas y palabras emocionadas de millones de hombres y mujeres de buena voluntad, repartidos por todo el orbe, ante la muerte para el mundo, no para Dios, de un titán que ha removido conciencias, ha realizado miles de kilómetros y ha servido a Cristo y a su Iglesia con un ejemplo insuperable llevado hasta el final de sus días en su particular pasión repleta de abnegación y generosidad extremas.
No puedo negar que, como cristiano y católico, su muerte me ha entristecido profundamente: ha sido durante mi, aún joven, existencia el referente principal como católico, puesto que su proclamación como Sumo Pontífice se produjo siendo yo un niño de siete años, y su muerte llega cuando el horizonte de mi vida se va ya dibujando con trazos definidos.
Recuerdos entrañables de encuentros con este coloso, al que algunos han llamado, y bien, el atleta de Dios, en Santiago de Compostela y el Monte del Gozo en 1989, en Sevilla en 1993 y en la clausura del Congreso Eucarístico Internacional, y en el más cercano y emotivo encuentro producido cuando tuve la dicha, junto a mi esposa, de recibir su bendición como nuevos esposos en la Audiencia General del 30 de junio del pasado 2004. Dios, que se vale de personas con nombres y apellidos concretos, gracias a todos, quiso regalarnos en nuestra luna de miel celebrar la festividad de San Pedro y San Pablo, la última de Juan Pablo II, a unos pocos metros del altar erigido en la Plaza de San Pedro y ser bendecidos en la Audiencia General celebrada al día siguiente. La enfermedad no podía ocultarse, el sufrimiento traslucía en su fuerza, sí, en sus gestos, en sus palabras, a veces ininteligibles, pero ahí estaba toda su grandeza, su ejemplo, su sacrificio y su ministerio celebrando y presidiendo una solemne misa durante dos horas y bendiciendo, bajo el infernal calor romano de una mañana soleada de junio, a miles de fieles en una de las audiencias de los miércoles…
Han sido días en los que los medios de comunicación han dedicado horas y horas de retransmisiones desde el Vaticano, han vertido ríos de tinta hablando sobre este Papa que inauguró el tercer milenio, en un despliegue desconocido hasta el momento que te obligaba a seguir frenéticamente todo cuanto se decía y se mostraba. Pero de todo lo que le he leído, y ha sido mucho por deformación profesional, me quedo con esas historias no siempre conocidas que ofrecen la versión más humana de un Papa al que pronto veremos (así lo deseamos), si Dios quiere, en los altares por la santidad de sus obras y de su ministerio.
Leo en el domingo siguiente a su muerte, en un cuadernillo central dedicado a Juan Pablo II (dentro del reportaje El rostro humano de un Pontífice), que en una visita a la leprosería de la Misión de San Gabriel, en el Zaire, Juan Pablo II, cuando todos le esperaban para salir, se fue para uno de los muchachos, allí acogidos, en pie sobre unas muletas de madera, que acababa de entrar, disculpándose ante los demás diciendo: «Perdonen, debo ir allí, un momento», y es que, como se afirmaba en esas líneas, «era superior a él. Cuando veía a los niños o a los enfermos era incapaz de controlarse y no acudir inmediatamente a ofrecerles su amor».
Sacerdote siempre
En ese mismo suplemento, se cuenta cómo un sacerdote de la diócesis de Nueva York encontró a un mendigo a las puertas de una iglesia de Roma que resultó ser compañero de éste en el Seminario y al que la vida le había hecho perder la fe y la vocación. El sacerdote contó la historia al Papa pidiéndole que rezara por el compañero perdido, y a los pocos días recibió una invitación del Santo Padre para cenar acompañado del mendigo. Después de la cena, Juan Pablo II pidió quedarse a solas con éste, conminándole a escuchar su confesión, contestándole el invitado que ya no era sacerdote. El Papa replicó: «Una vez sacerdote, sacerdote siempre». El otro le contestó que estaba incapacitado, y Wojtyla le aseguró que puesto que era obispo de Roma él se podía encargar de eso. Se confesaron mutuamente, y el Santo Padre le asignó ser asistente del párroco director de aquella iglesia en la que pedía y encargado de atender a los mendigos.
Más conmovedora, si cabe, resulta esta otra historia bajo el título Los amigos judíos del Papa. Edith, de 74 años, conoció a Karol Wojtyla apenas unos días después de ser liberada por el Ejército Rojo del campo de concentración de Czestochowa: «Era enero de 1945. Yo tenía 13 años. Nevaba y hacía mucho frío. Anduve sin rumbo hasta llegar a la aldea de Yanjeow, cerca de Cracovia, y allí estuve dos días sin comer ni beber más que la nieve del suelo. Entonces llegó él, vestido con su sotana, como un ángel caído del cielo. Me llevó a hombros durante cuatro kilómetros hasta una estación de tren, a la vez que me daba pan, queso y té caliente». Cincuenta y cinco años después, en 2000, en el Museo del Holocausto, Juan Pablo II posó su mano sobre el hombro de Edith y lloraron juntos.
Toda una vida empleada en servir a los demás, en derramar misericordia, compasión y humanidad por quien fue golpeado duramente por la vida, perdiendo en su infancia y juventud a su madre, hermanos y padre, y gastándose hasta el final en su servicio. Con su amor, su sonrisa y su ternura ilimitados logró ser un Papa querido y hoy recordado con profunda gratitud y cariño. Sirvan, pues, estas torpes palabras como homenaje y agradecimiento, pobre pero sentido, a Juan Pablo II, el Grande, santo ya a los ojos, aún emocionados, del pueblo.
Álvaro Pineda Lucena