Juan Pablo II, el apóstol de la Divina Misericordia
Juan Pablo II ha entrado ya en los libros de Historia como uno de los protagonistas de la caída del Muro de Berlín, y será recordado como el hombre que evitó el choque de civilizaciones, al oponerse a la guerra en Irak. Otros ven en él al timonel de la Iglesia que guió la Barca de Pedro en medio de la tempestad que la había sacudido tras el Concilio Vaticano II. Sin embargo, en la historia de la Iglesia, y en particular en la de la teología, pasará sobre todo por ser el apóstol de la Divina Misericordia
Juan Pablo II es el apóstol de la Divina Misericordia: quien así lo afirma y demuestra es uno de los más grandes teólogos contemporáneos, su gran colaborador como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y actual sucesor en la sede de Pedro. No es casualidad que Benedicto XVI haya escogido como fecha para la beatificación de Karol Wojtyla el día de la Divina Misericordia, el primer domingo posterior al domingo de Pascua, una fiesta litúrgica que el Papa polaco introdujo en el calendario de la Iglesia como legado de su pontificado.
En la Misa de exequias del Papa Juan Pablo II, el 8 de abril de 2005, en la plaza de San Pedro, del Vaticano, ante los grandes de la tierra, entre quienes estaban los Presidentes de Estados Unidos e Irán, el cardenal Ratzinger, en la homilía, sintetizó la herencia que el Pontífice dejaba a la Humanidad. En el fondo, invitó al hombre y a la mujer contemporáneos a responder a una de las preguntas más alarmantes: ¿cómo es posible que el ser humano cometa masacres y traiciones tan bárbaras?
Aquel día, el cardenal Ratzinger explicó, resumiendo el pensamiento de Juan Pablo II, que «el límite impuesto al mal es, en definitiva, la Divina Misericordia. Cristo, sufriendo por todos nosotros, ha conferido un nuevo sentido al sufrimiento; lo ha introducido en una nueva dimensión, en un nuevo orden: el del amor… Es el sufrimiento que quema y consume el mal con la llama del amor, y obtiene también del pecado un multiforme florecimiento de bien». Pero, ¿cómo puede explicarse esta respuesta?
La lección de los totalitarismos
Karol Wojtyla sufrió los dos aplastantes totalitarismos del siglo XX, el comunismo y el nazismo, y se preguntaba cómo fue posible que Dios permitiera dramas tan terribles. Muchos han utilizado estos males como razones para negar la existencia de Dios, o incluso para afirmar que Dios no es bueno. Juan Pablo II, en cambio, se valió de ellos como ocasión para reflexionar sobre lo que Dios nos enseña, al permitir que sucedan tragedias, a causa de la libre cooperación de los hombres. Y encontró la respuesta a la cuestión del mal ético en la perspectiva de la Divina Misericordia, la enseñanza de la religiosa y mística polaca santa Faustina Kowalska (1905-1938). Y también en san Agustín, que explica que Dios nunca permite el mal: Él no lo causa; lo permite. El mal no es una cosa. Al crear al ser humano con libertad, Dios aceptó la existencia del mal. ¿Hubiera sido mejor que Dios no creara al hombre? ¿Habría sido mejor no crearlo libre? No. Pero, entonces –se preguntaba el joven polaco–, ¿cuál es el límite del mal para que no tenga la última palabra?
Juan Pablo II comprendió que los límites del mal los delimita la Divina Misericordia. Esto no implica que todo el mundo se salve automáticamente por la Divina Misericordia, disculpando así todo pecado, sino que Dios perdonará a todo pecador que acepte ser perdonado. Por eso, el perdón, la superación del mal, pasa por el arrepentimiento.
Y si el perdón constituye el límite al mal (¡cuántas lecciones se podrían sacar de esta verdad para superar los conflictos armados!), la libertad condiciona, en cierto modo, a la Divina Misericordia. Dios, en efecto, arriesgó mucho al crear al hombre libre. Arriesgó que rechace su amor y que sea capaz, negando en realidad la verdad más honda de su libertad, de matar y pisotear a su hermano. Y pagó el precio más terrible, el sacrificio de su único Hijo. Somos el riesgo de Dios. Pero cuenta, en definitiva, con el poder infinito de la Divina Misericordia.
Sus palabras póstumas
Juan Pablo II había preparado una alocución para el Domingo de la Divina Misericordia, que no pudo pronunciar, pues la víspera fue llamado a la Casa del Padre. Sin embargo, quiso que ese texto se leyera y publicara como su mensaje póstumo: «A la Humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le ofrece, como don, su amor que perdona, reconcilia y suscita de nuevo la esperanza. Es un amor que convierte los corazones y da la paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Misericordia divina!».
Los creyentes se dieron cuenta de la centralidad de estas palabras de Juan Pablo II, al constatar que pasó a la vida definitiva en el momento en el que litúrgicamente la Iglesia entraba en el Domingo de la Divina Misericordia, la fiesta que él mismo había instituido, cinco años antes, para el domingo siguiente a la Pascua, de modo que el mundo comprendiera mejor la grandeza del perdón de Dios. Por este motivo, monseñor Renato Boccardo, arzobispo de Espoleto y Nursia, cercano colaborador de Juan Pablo II, considera que este Papa ha sido el apóstol de la Misericordia. El prelado, que fue Secretario General del Estado de la Ciudad del Vaticano en los últimos años de este Papa, confiesa: «Creo que, en sus casi 27 años de pontificado, el Papa fue apóstol de la misericordia de dos maneras. Ante todo, con su enseñanza, en particular, con su encíclica Dives in misericordia. Pero también con sus gestos. Hay gestos que han quedado en la memoria, en la conciencia de la Iglesia, más allá de sus palabras. Pienso en el perdón ofrecido a quien atentó contra su vida y en la visita que le hizo en la cárcel. Pienso en la cercanía que en varias ocasiones manifestó a todos los que, de manera particular, tenían necesidad de la Divina Misericordia; pienso en el encuentro del Papa con los enfermos de sida o, en general, con las personas ancianas abandonadas. Pienso en el Papa que el Viernes Santo, en la basílica de San Pedro del Vaticano, acogía a los peregrinos para dispensar el sacramento de la Reconciliación, medio altísimo de la Misericordia de Dios».
Monseñor Boccardo, quien colaboró con el Papa en la organización de varias Jornadas Mundiales de la Juventud, considera que «unió las palabras y los gestos de la misericordia. Una misericordia que se manifestaba también a través de una caricia, de la escucha, a través de su mirada intensa hacia las personas que sufren. Pienso en otro ejemplo de misericordia, el de la petición de perdón durante el Gran Jubileo del año 2000. Con su persona y enseñanza, el Papa ha recordado a la Iglesia esta dimensión fundamental de la vida cristiana», aclara.
La única esperanza del mundo
Juan Pablo II afirmaba que «la Misericordia es la única esperanza para el mundo». Para monseñor Boccardo, esto no es nada exagerado. «Nuestro mundo moderno o posmoderno –explica– parece querer experimentar todas las posibilidades para mejorar su vida, para promover el progreso, la ciencia, la técnica, y, sin embargo, sigue experimentando una gran pobreza. Recordemos las palabras del evangelio: ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si después pierde su alma? Nuestro mundo tan moderno, tan rico de ciencia, de técnica y de descubrimientos, al final no es capaz de dar un sentido a la propia existencia. Se encuentra dividido en su interior, movido por el odio, por la guerra y la muerte, y tiene que volver a encontrar la fuerza y las razones para poder vivir y esperar».
Y subraya: «Los cristianos creemos y afirmamos que estas razones y esta fuerza sólo se encuentran en el corazón de Dios. Por tanto, el mundo posmoderno que experimenta su propia pobreza tiene necesidad, más que nunca, de un anuncio de gracia y de misericordia que procede del exterior, pues, en su interior, este mundo no encuentra respuesta a sus preguntas. Al acoger un misterio más grande, se comprende gratuitamente, con la misericordia, que el mundo puede encontrar el sentido a sus afanes».
Un regalo a la Iglesia
Monseñor Boccardo considera «que la fiesta de la Divina Misericordia es un don que Juan Pablo II hizo a la Iglesia. Un don que responde probablemente también a una expectativa de nuestro mundo, que experimenta más que nunca esta necesidad de misericordia y de bondad. Y sabemos que el manantial de la misericordia y de la bondad está en el corazón de Dios. Es importante que la Iglesia se convierta cada vez más, como repitió con frecuencia el Papa, en servidora de esta misericordia y de esta bondad de Dios. Dedicar una jornada a la celebración y proclamación de la misericordia de Dios, que a través del sacrificio de Cristo llega a todos los hombres, se convierte en una obra de evangelización», concluye.