Juan Bautista, testigo de la Luz
III domingo de Adviento
Tenemos ante nosotros dos fragmentos del primer capítulo del Evangelio de san Juan. Es significativo que en los primeros versículos del prólogo, los términos más típicos son los de testigo y testimonio. Esto concuerda con que, a lo largo de las páginas siguientes del cuarto Evangelio, se observe el interés por realizar una especie de defensa judicial de Jesús. Así pues, desde este punto de vista, el primer testimonio a favor de la misión y obra del Salvador será el de Juan Bautista.
Tras la llamada a preparar el camino al Señor, que escuchábamos el domingo pasado, ahora se plantea la pregunta sobre la identidad del precursor en un esquema narrativo que recuerda a otros interrogatorios que aparecen en el Evangelio, sobre todo en el contexto de la Pasión de Cristo.
Estamos frente a una pregunta fundamental, puesto que conocer la identidad de alguien desvela también cuál es la misión de esa persona. A lo largo del Antiguo Testamento varios habían sido los profetas anunciados que debían preceder la llegada del Mesías. Uno de ellos era Elías, el gran profeta de la Antigüedad. En el libro de Malaquías se afirmaba: «Mirad, os envío al profeta Elías, antes de que venga el Día del Señor, día grande y terrible» (Mal 3, 23). El otro gran profeta esperado es Moisés. De hecho, al final del libro del Deuteronomio se señalaba que «no surgió en Israel otro profeta como Moisés». Por eso tiene sentido que al encontrarse con un nuevo profeta pensaran que podía tratarse de Elías o Moisés. Sin embargo, la respuesta de Juan Bautista constatará, por una parte, que posee una identidad concreta e independiente de los antiguos profetas; por otra parte, se presentará en una actitud de voz y testigo de quien ha de llegar.
La autopresentación de Juan Bautista como «la voz que grita en el desierto: “Allanad el camino del Señor”» supone una apertura hacia el Señor que ha de venir como salvador, así como situar su figura en función del que ha de venir. La comprensión que Juan tiene sobre sí mismo ayuda bastante a entender cuál debe ser la actitud del cristiano sobre sí mismo. La confesión: «Yo no soy el Mesías», unida a la constatación de la superioridad de quien viene detrás de él en el tiempo, manifiesta la conciencia de no ser salvador, sino de testimoniar y esperar al Salvador.
No puede salvarse a sí mismo
Cuando en este tiempo nos disponemos a esperar a Jesucristo, que ciertamente ha de venir al final de los tiempos, en el día «grande y terrible» que anuncia Malaquías; y cuando nos disponemos a conmemorar la primera venida del Mesías, en la humildad de la carne, puede ser iluminador observar cómo Juan, ante todo, reconoce la existencia de un salvador y comprende que no puede salvarse a sí mismo. Con frecuencia podemos sufrir la tentación de pensar que, tanto individual como colectivamente, es posible alcanzar una felicidad por un esfuerzo o empeño concreto. Esto lleva consigo a menudo no dejar sitio para que entre el Señor, u ofrecerle un lugar marginal en nuestra vida, como alguien cuya fe en él confesamos, pero que en la práctica puede resultar indiferente para nuestro día a día.
Junto con la aparición del Bautista como voz, encontramos su misión como testigo de la Luz. Durante estos días en muchos lugares de culto se van encendiendo progresivamente las cuatro velas de la corona de Adviento, que marcan el carácter progresivo hacia la iluminación completa que procede de Jesucristo, cuya encarnación y nacimiento nos disponemos a celebrar. Al igual que la vida del Bautista, la existencia del cristiano debe dedicarse a indicar dónde está esa Luz que es capaz de iluminar a nuestra sociedad, al mismo tiempo que tratamos de caminar paulatinamente hacia ella.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.
No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. Y este es el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a que le preguntaran:
«¿Tú quién eres?». El confesó y no negó; confesó: «Yo no soy el Mesías». Le preguntaron: «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?». Él dijo: «No lo soy». «¿Eres tú el Profeta?». Respondió: «No». Y le dijeron: «¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?». Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: “Allanad el camino del Señor”, como dijo el profeta Isaías». Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?». Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia». Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde Juan estaba bautizando.