Jozsef Mindszenty, baluarte de la resistencia del pueblo húngaro
Venerable desde 2019, el cardenal húngaro fue condenado a cadena perpetua y presionado para dimitir
Hace 65 años, el 2 de noviembre de 1956, el cardenal Jozsef Mindszenty (1892-1975) arzobispo de Budapest-Esztergom y (príncipe) primado de Hungría, se dirigió a sus compatriotas. Era la primera vez que tomaba la palabra en público desde que, a finales de 1948, fue detenido por unas autoridades comunistas que le acusaban de «alta traición» por defender los derechos, no solo de la Iglesia, sino también de todos los húngaros. Pocos meses después, y tras un juicio sin garantías, fue condenado a cadena perpetua, permaneciendo entre barrotes hasta el 30 de octubre de 1956. Fue liberado, en los inicios de la Revolución húngara, por el Gobierno reformista de Imre Nagy que, sin embargo, le había pedido prudencia: en su discurso radiofónico tenía que mostrarse conciliador con Moscú y no abordar el espinoso asunto de las propiedades de la Iglesia. El purpurado cumplió con los deseos del nuevo —y efímero— poder, y, sobre todo, creyó que se abría una nueva etapa para la nación magiar. Mas sus esperanzas duraron lo mismo que la alegría en casa del pobre: el día 4, las tropas soviéticas al mando del mariscal Ivan Koniev, invadieron Hungría y en menos de una semana aniquilaron las ansias de libertad de toda una nación. El cardenal, con tanta prudencia como habilidad, se refugió en la embajada norteamericana en Budapest, que sería su residencia durante los siguientes 15 años. Se cumplía así la profecía hecha por Pío XII cuando elevó a Mindszenty a la dignidad cardenalicia en el consistorio de febrero de 1946: «Será usted el primero [de los 32 nuevos cardenales] en padecer el martirio, simbolizado por este color rojo». Dos años después, con motivo de la detención y posterior enjuiciamiento del cardenal arzobispo de Budapest-Esztergom, el Papa fue aún más explícito: «El objetivo principal de este enjuiciamiento era devastar la Iglesia católica en Hungría con la esperanza de lograr lo que afirman las Sagradas Escrituras: «Percutiam pastorem et dispergentum oves gregis [Herirá al pastor y se dispersarán la ovejas]».
Conviene precisar que Minndszenty también fue privado de su libertad por el ocupante nazi en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Él mismo escribió en sus memorias, al comentar la situación de finales de 1944, que «en el oeste, el peligro era pardo; en el este, rojo». Este cúmulo de duras vivencias permite entender su terquedad cuando —en aras de una Ostpolitik tan insufrible como necesaria—, Juan XXIII le pidió reiteradamente, mientras era huésped de la embajada estadounidense, que dimitiera de su cargo. Primero lo intentó a través del cardenal arzobispo de Viena, Franz König, quien hizo saber en 1963 a Mindszenty que el Gobierno húngaro estaba dispuesto a dejarle marchar si guardaba silencio. «No soy solo el jefe de una Iglesia perseguida, sino también el baluarte de resistencia del pueblo húngaro», le espetó el interesado. A los pocos meses, le tocó el turno a Casaroli, subsecretario para las Relaciones con los Estados, quien tuvo la delicadeza de enseñarle antes de su publicación el (frágil) acuerdo sobre libertad de culto que había firmado con las autoridades húngaras. El purpurado lo aprobó, pero no quiso dimitir. Hasta que en 1971, Pablo VI cesó a Mindszenty, pero se negó a nombrar un sucesor mientras viviese. El 28 de septiembre de aquel año, el cardenal salió de Budapest hacia Viena en el coche oficial del nuncio apostólico en Austria. En 2019, el Papa Francisco le declaró venerable.