Josefa Ledo: «Los misioneros me han enseñado a vivir»
El Papa Francisco concede la medalla Pro Ecclesia et Pontifice a la que ha sido durante 45 años secretaria de la Delegación de Misiones de Orense. «Me considero la mujer más rica del mundo por haber trabajado con los misioneros», dice
«Tengo poco que decir», dice nada más descolgar el teléfono, pero no es verdad. 45 años al frente de la oficina de OMP en una diócesis radicalmente misionera como Orense dan para mucho. Josefa Ledo recibe este sábado la medalla Pro Ecclesia et Pontifice de parte del Papa Francisco, después de toda una vida dedicada al servicio de los misioneros.
Recibir una medalla de parte del Papa no es cualquier cosa, Josefa…
La verdad es que estoy desbordada, porque no me siento merecedora de nada. Siempre he querido prestar un servicio a la Iglesia, y he tenido la suerte de haberme rodeado de los mejor que tiene: los misioneros. Trabajar en OMP durante 45 años ha sido un privilegio, me considero la mujer más rica del mundo por haber trabajado con esta gente. Cuando te vienen a la oficina quedas traspuesta, te contagian todo su valor. Y llegar a casa y compartirlo con mi familia ha sido un tesoro.
Yo solo he recibido cosas bonitas de mi trabajo. He trabajado feliz, me he sentido realizada. ¡Yo no merezco ninguna medalla! La acepto con humildad para compartirla con todos los que me han acompañado, y en primer lugar los misioneros.
¿Cómo fueron tus comienzos en este mundo de las misiones?
Mi generación pertenece a una Iglesia que explotaba de vitalidad e ilusión. Buscábamos realizarnos como personas dentro de nuestra fe. Yo encontré un grupo misionero con un sacerdote, don Aurelio Grande Fernández, que nos contagió el amor por las misiones. Yo solo puedo dar las gracias a tanta gente con la que me he enriquecido tanto.
¿Llegaste a tener alguna experiencia misionera, in situ?
Pero solo de visita. Solo podía quedarme allí pasmada de la labor que hacen y de la realidad en que viven los misioneros.
Al echar la vista atrás, ¿qué es lo primero que te viene a la memoria?
Sobre todo, el hermanamiento de Orense con una misión: Jipijapa, en Ecuador. Durante años fue como una parroquia más de la diócesis. Era una zona muy pobre, y fue un revulsivo para toda la diócesis porque muchos sacerdotes de Orense se ofrecieron para ir, y laicos también. Durante 20 años fue un hervidero de grupos misioneros que salían de aquí. Construyeron la misión, un colegio, un dispensario, y hasta un seminario… Eso fue una ventana abierta a la misión. Ahora esa misión camina sola y es una alegría ver cómo tiene su vida y sus vocaciones propias.
¿Qué más?
Otro hito fue por ejemplo ayer mismo: una religiosa que me llamó para felicitarme y me contó que tiene 13 monjas profesas y van a abrir una nueva misión en Kenia. ¡La Iglesia está viva! Hay veces aquí que lo vemos todo negro, porque nos falta la ilusión. El Espíritu Santo sigue trabajando, quizá en otra esquina del mundo. Yo me emociono con estas cosas.
¿Qué evolución percibes en la dimensión misionera de la Iglesia, desde que empezaste hasta hoy?
Venimos de una Iglesia que ha sido un hervidero de vocaciones. Por ejemplo, cuando entré a trabajar aquí teníamos un fichero con 400 misioneros solo de Orense, únicamente nos superaban Pamplona y Burgos. Éramos una diócesis puntera. Sin embargo, hoy no llegamos a cien. Eso indica la realidad de la Iglesia hoy: ha envejecido y faltan vocaciones.
Pero hay signos de ilusión. En OMP hemos pasado del discurso de «Hay que ayudar a las misiones», como si fueran algo lejano, a un sentido de la misión que nos implica a todos, que todos somos misioneros y tenemos que evangelizar aquí hoy a nuestros niños, jóvenes y adultos. Todos somos evangelizadores.
¿A ti qué te han enseñado en estos años los misioneros?
A vivir la fe y a vivir mejor mi día a día. He visto a gente que pasando muchas necesidades son felices. ¿Por qué? Mi familia y yo hemos aprendido a relativizar ciertas cosas y a no preocuparnos tanto. No hemos inculcado a nuestros hijos el hacer carrera, sino simplemente que deben ser felices y contentarse con que Dios les dé. Los misioneros nos han ayudado vivir nuestra fe en familia, a vivir dentro de casa con un sentido misionero, como laicos que cumplen su misión allí donde estamos.
Y más cosas: a la oficina entraba gente que traía un donativo, con los zapatos rotos; gente muy generosa. ¿Eso no te evangeliza? O jóvenes que acababan la carrera y querían vivir una experiencia misionera. Todo eso está bien guardado en mi corazón.