«Jesús lloró… y gritó: “¡Lázaro, sal afuera!”» - Alfa y Omega

«Jesús lloró… y gritó: “¡Lázaro, sal afuera!”»

Conmemoración de todos los Fieles Difuntos / Juan 11, 32-45

Sara de la Torre
'La resurrección de Lázaro'. Duccio di Buoninsegna. Museo de Arte Kimbell, Texas (EE. UU.).
La resurrección de Lázaro. Duccio di Buoninsegna. Museo de Arte Kimbell, Texas (EE. UU.). Foto: Museo de Arte Kimbell.

Evangelio: Juan 11, 32-45

En aquel tiempo, cuando llegó María adonde estaba Jesús, al verlo se echó a sus pies diciéndole: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano». Jesús, viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, se conmovió en su espíritu, se estremeció y preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?». Le contestaron: «Señor, ven a verlo». 

Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!». Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que este muriera?». 

Jesús, conmovido de nuevo en su interior, llegó a la tumba. Era una cavidad cubierta con una losa. Dijo Jesús: «Quitad la losa». Marta, la hermana del muerto, le dijo: «Señor, ya huele mal porque lleva cuatro días». Jesús le replicó: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?». 

Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado». Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, sal afuera». El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar». Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.

Comentario

Muchas veces, cuando escuchamos el Evangelio, nos esforzamos por descubrir qué nos quiere decir Jesús. Buscamos interpretaciones, símbolos, comparaciones, ideas profundas. Y eso está bien, porque la Palabra de Dios siempre tiene nuevas luces. Pero corremos el riesgo de olvidar lo esencial: que lo que se cuenta sucedió de verdad, que Jesús resucitó a Lázaro. Ese hecho concreto, histórico, visible, cambia todo. No fue una metáfora ni una historia edificante: fue un gesto que revela el corazón de Jesús, el poder de su amor y su victoria sobre la muerte.

En Betania, la «casa de los pobres», Jesús se encuentra con el dolor de sus amigos. María llora, los judíos la acompañan, Marta intenta mantener la fe, pero el ambiente es de desolación. Jesús llega y no permanece distante ni impasible: se conmueve, se estremece y llora. Su llanto muestra que Dios no es indiferente al sufrimiento humano. No consuela desde arriba, sino que entra en el dolor, lo comparte y lo transforma. Allí, en medio del llanto, surge la vida. Jesús no se limita a hablar de esperanza; actúa. Se acerca al sepulcro, manda quitar la piedra y pronuncia una oración sencilla: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado». Y luego grita con fuerza: «¡Lázaro, sal afuera!». Y el muerto sale. No hay símbolo más claro: Jesús es la resurrección y la vida.

A veces nuestra fe se parece a la de Marta antes del milagro: creemos en la vida eterna, en la resurrección del último día, pero nos cuesta creer que esa resurrección empieza ahora, en lo cotidiano, en medio de nuestras heridas, nuestros miedos y fracasos. Jesús no promete solo un futuro mejor; ofrece una vida nueva presente, una transformación que comienza cuando dejamos que su Palabra atraviese nuestras tumbas interiores. Por eso nos repite hoy: «¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?».

El milagro de Lázaro nos enseña también que la fe tiene un gesto concreto: quitar la piedra. Jesús podría haberla movido Él mismo, pero pide que lo hagamos nosotros. Así actúa Dios: no nos sustituye, nos involucra. Nos toca remover las piedras que encierran la vida: la indiferencia, el egoísmo, el miedo, la tristeza, la rutina. Mientras esas piedras sigan ahí, no puede brotar la luz. Solo cuando las desplazamos, cuando abrimos paso a la confianza, Dios puede devolver la vida a lo que creíamos perdido.

Cada comunidad, cada familia, cada creyente tiene un Lázaro al que Jesús quiere llamar fuera. Puede ser un corazón cansado, una esperanza apagada, una fe dormida, una relación rota. Jesús no solo resucitó a Lázaro hace 2.000 años: sigue resucitando vidas hoy, sigue llorando con nosotros, sigue gritando nuestros nombres para que salgamos del encierro y vivamos. Él no viene a darnos teorías sobre la muerte, sino a mostrarnos que el amor de Dios es más fuerte que ella. Por eso, cuando se acerque a este Evangelio, no se quede solo con el mensaje. Mire el hecho. Contemple el rostro de Jesús que llora, reza y actúa. Escuche su voz que llama a la vida. Y déjese alcanzar por esa certeza que transforma toda desesperanza. Jesús resucitó a Lázaro. Y también puede resucitarle a usted.