Esta pandemia terrible ha alterado nuestra calidad de vida. No sabemos hasta cuándo. La enfermedad ha irrumpido en nuestras familias, en los ambientes de trabajo, en los barrios. Supone una provocación hasta ahora desconocida.
Se avivan nuestros sentimientos, en gran parte de miedo y de incertidumbre, pero también de compasión, solidaridad y gratitud. Cuanto más nos afecta lo que sucede, más nos urge comprender los hechos, sus implicaciones y consecuencias. El impacto afectivo nos mueve a hacernos preguntas, a buscar respuestas. Por desgracia, también puede crecer la sinrazón hasta la agresividad. Ayudémonos para que la razón no se paralice por efecto del temor.
Hay muchos indicios de esa posible parálisis: estamos saturados de información y, sin embargo, resulta difícil estar seguros de lo que pasa en realidad. Más aún, cuando la enfermedad entra en nuestros hogares y debemos tomar decisiones sobre la vida de nuestros familiares, ¿qué es lo que conviene hacer? Quien haya tenido que asumirlas en estas semanas reconoce una sensación inquietante: no sabe bien qué es lo mejor. Y lo mismo sucede ante medidas laborales que afectan al bienestar de personas queridas.
¿Por qué estamos inseguros? Dado que la razón es «la apertura a la realidad según la totalidad de sus factores» (Giussani), no podemos abarcarlos por completo. Y mientras no comprendemos, no logramos estar tranquilos. No es extraño que ante una situación excepcional acusemos la debilidad de nuestra razón que, de repente, muestra su carácter finito.
Hay problemas que no resuelve ninguna instancia aislada de las demás. Se suele apelar a la ciencia y, sin duda, el progreso de la ciencia aviva la esperanza. Precisamente ese esfuerzo es más valioso cuanto más se comparte. Hoy, la mejor ciencia disponible surge de la colaboración entre instituciones científicas de todo el mundo. Es un primer modo en que la razón inquieta descansa: confía en otros para seguir investigando. Es razonable fiarse de otros. Además, cualquier solución implica la cooperación nacional, supranacional e internacional, como nunca. Exige también la participación de los ciudadanos, con lo que se abre el ámbito social. Seguimos aplaudiendo a los profesionales de la sanidad y de otros servicios básicos, no solo por sus conocimientos, sino por su integridad moral. ¡Cuántos han enfermado, o han muerto, para que otros sanen y vivan! Si tenemos una confianza motivada y firme en alguien resistimos mejor, y nos movemos con más seguridad. Bien lo sabía Camus: «Una mirada en la que se leía tanta bondad siempre sería más fuerte que la peste». Es como si se encendiera una luz en la oscuridad del túnel.
Siempre resulta vertiginoso indagar lo real hasta sus últimas consecuencias. Ese vértigo se multiplica cuando aparece el mal, el gran adversario del hombre. Chocamos con la opacidad del mal. No encontramos razones para el sufrimiento que vemos a nuestro alrededor. Entre tanto desconsuelo, lo razonable es abrirse a la pregunta última por el destino. Urge más cuanto mayor es el grito de injusticia que provoca la muerte de uno, la de decenas de miles. ¿Cómo se repara este desgarro?, ¿tanto dolor será inútil? Las preguntas se agolpan en nuestros corazones. Nos desafían a reconocer que la vida y su justicia no están en nuestras manos. No podemos alcanzar por nuestras fuerzas el significado de la existencia –con su belleza y dignidad, con su dureza–, pero sí podemos acogerlo como un don que nos llega desde fuera. «Nadie se salva solo», ha dicho el Papa Francisco.
La luz para comprender y permanecer (Is 7, 9) no viene de un mero discurso. Tampoco de este mío. Ninguna explicación teórica nos convencerá del todo, porque está en juego nuestra vida entera, con sus afectos y su libertad. La luz vendrá de aquellos que nos presentan un bien que no poseemos, pero deseamos; una libertad que nos impulsa a ser más libres; una verdad que nos hace amar más la verdad. Es urgente localizar a estos testigos de la grandeza de la vida. La razón crece donde hay personas que la ejercen, en todas sus dimensiones, incluyendo la espera del anuncio de un sentido bueno de la vida ahora y para siempre.
Tal anuncio ha sido proclamado. Recordemos a esas dos mujeres judías, atenazadas por el dolor ante la muerte de su hermano, que esperaban la llegada de Jesús (Jn 11, 1-44). Conocían la espléndida bondad del Nazareno. El sufrimiento las abrió a esperar que el Señor interviniera a la altura de sus expectativas. Tras un diálogo dramático Él hizo algo inaudito. Así reveló la fuerza del bien, más poderoso que el mal y la muerte. Estamos celebrando el Misterio Pascual. En la vida eclesial, en los testigos próximos del amor de Dios, renace la esperanza del encuentro con Cristo muerto y resucitado, para todos.