La preocupación por la inmigración es cada vez mayor y no es para menos a la vista del ascenso exponencial en los últimos 20 años. Lamentablemente, este tema se ha convertido —lo vemos en España y en nuestros vecinos europeos o en la precampaña norteamericana— en el campo de batalla de las agendas políticas, porque electoralmente es rentable. Dependiendo de dónde se coloque el foco del debate, ya sea en la seguridad, en la economía o en la mano de obra, empatizamos con unas u otras políticas más severas o más buenistas. Pero resulta absurdo querer solucionar un problema de dimensión global con reglas estrictamente locales, de la misma manera que las declaraciones de los políticos en un sentido o en otro no son las que, respectivamente, motivan el efecto llamada o desincentivan la migración. Los movimientos migratorios tienen unas causas que están muy por encima de lo que pueda decir un gobierno o la oposición. El hambre, la guerra, persecuciones religiosas… y, en definitiva, la desesperación, es lo que lleva a salir y cruzar en una patera o a nado, si es necesario.
La globalización no solo ha supuesto la liberalización y apertura de capitales y productos en todo el mundo, sino también de personas. Al igual que el comercio mundial se ha multiplicado en las últimas décadas, también se ha producido un geométrico crecimiento en la salida de millones de personas que huyen de la miseria y la penuria.
Aunque la solución es compleja, la alternativa es clara: o se favorece que los países generen un comercio y una economía que les permita subsistir sacando sus productos al mercado o, en caso contrario, son las propias gentes las que tienen que salir para sobrevivir. Por supuesto que deben adoptarse decisiones a nivel local, pero en la medida en que no se haga el esfuerzo de elevar el asunto a un debate supraestatal no se resolverá una cuestión que, a lo sumo, no hará más que trasladar el problema de una ruta a otra.