Proliferan las personas populares que hablan de Cristo en Instagram y en otras redes. Hay algo encomiable, sin duda, en hablar de Él justo donde otros recomiendan restaurantes o comparten posibles destinos veraniegos. Algo rompedor, subversivo, revolucionario. Es como si los influencers católicos violentasen el fin para el que se creó Instagram, como si hubiesen hallado la grieta de un sistema aparentemente perfecto: allá donde impera la frivolidad, ellos introducen la trascendencia; en el mismo centro de la mundanidad, ellos celebran la vida futura.
Yo aplaudo esta subversión, pero, incomprensiblemente condenado a entrever el reverso lúgubre de la realidad, a descubrir sombra donde la luz es más resplandeciente, no puedo dejar de advertir sus riesgos. Aunque hablar de Cristo en Instagram está bien porque está bien hablar de Cristo en cualquier sitio, nos acecha el peligro de la fascinación. Cautivados por los likes, por la eficacia de un mensaje que se dirige a una multitud inconcebible de personas, podríamos terminar exaltando las redes sociales como medio de evangelización. Ya no haría falta patear las calles, visitar hospitales de campaña, detener al vecino y anunciarle, ante su juicioso desconcierto, que Cristo ha resucitado. Tendríamos la conversión del orbe al alcance de un clic. Solo habría que afinar el discurso, idear buenas estrategias de persuasión, compartir vídeos conmovedores. Podemos ir al mundo entero sin dar un solo paso. Podemos proclamar el Evangelio sin abandonar el sofá.
Es una tentación muy seductora: multiplicar los resultados reduciendo al mínimo los esfuerzos. Pero cualquiera, incluso el instagrammer más entusiasta, intuirá la posibilidad de una degradación. ¿Puede predicarse a Cristo como se promociona una marca de ropa? ¿Puede anunciarse la Buena Nueva como se anunciaría la dimisión de Sánchez? ¿No es precisa la carne para proclamar la encarnación? ¿No es indispensable el sudor, incluso la sangre, para predicar la cruz? De Instagram, también de los medios de masas, nos fascina la comodidad, la inmediatez, la eficacia. Pero ¿acaso quien graba un vídeo y lo comparte está haciendo esencialmente lo mismo que hacían los frailes en América, los jesuitas en Japón, el padre Damián entre leprosos en Molokai?
Yo diría que en un sentido sí y en otro no. Por un lado, tanto el influencer como el misionero dan a conocer a Alguien ignorado, cantan la grandeza del Señor de los cielos y la tierra. Pero, por otro, la lógica es distinta. Uno expone de su vida solo aquello que refuerza su discurso. Su evangelización es virtual: no consiste tanto en un ideal de vida encarnado como en un mensaje transmitido. Por el contrario, el misionero, alejado del cálculo, se expone: él mismo es misión. No solo predica; también da testimonio. No solo diserta; sobre todo vive. Consideremos aquello que dijo Pablo VI hace más de medio siglo: «Nuestra época no necesita maestros, sino testigos». Más que de enseñar una doctrina recta, se trata de atestiguar un encuentro verdadero.
Quizá la exposición sea lo más importante. Cuando afirmamos que el misionero se expone, no nos limitamos a constatar que se muestra como las modelos en la pasarela. También constatamos el riesgo de su envite. El misionero no se exhibe como un pavo real; se la juega como un gallo de pelea. Predicando en Vietnam se expone a la ira de los vietnamitas. Faenando en un asilo se expone al sarcasmo de los ancianos. Se pone a tiro de piedra del prójimo, que, en un rapto de indignación, podría optar por arrojársela a la nuca. Si bien es cierto que muchos lo agasajarán con banquetes, otros tratarán de intoxicarlo con veneno. Acaso algún vecino lo bese como Judas al Mesías. «Allí donde está el peligro, crece también lo que nos salva», decía Holderlin. La evangelización es, antes que un discurso, una predisposición a la afrenta y al martirio.
El atento lector de Alfa y Omega habrá observado ya que también a mí, ¡a todos!, nos acecha la misma tentación que seduce a los instagrammers: la de la predicación como palabrería, la de una misión que apenas supere la vanilocuencia. Tendrá razón si lo hace. Todos —influencers, juntaletras, albañiles— estamos llamados a preservar los viejos métodos de evangelización, acaso menos eficaces, pero sin duda más verdaderos. El progreso tecnológico es en este caso estéril. Patear los caminos, abrazar un cuerpo demacrado, dar pan a los pobres, hablar a corazón abierto con el chispeante auxilio de una botella de vino: propuestas disruptivas y arriesgadas para una época virtual.