Indisoluble
XXVII Domingo del tiempo ordinario
Cuando vivimos más pendientes de lo que consumimos que de lo que somos, nos gusta encontrar en las etiquetas de los productos que compramos aseveraciones como estas: inoxidable, irrompible, impermeable, y otras semejantes. Son promesas de eternidad para cosas caducas. Pero nos las creemos, más o menos. Porque nos va mucho en fiarnos de las cosas de las que nos valemos para asegurarnos estabilidad y futuro; y si no tenemos otras mejores, hemos de contentarnos con dar por bueno que esas sean así.
En cambio, mucha gente ha renunciado hoy a buscar apoyo incondicional en relaciones humanas duraderas. Son pocos los que se atreven a ponerle al matrimonio la etiqueta de «indisoluble». Se piensa que es una cualidad que le vendría bien a cualquier artefacto de cuya solidez tuviéramos que fiarnos para algo. Pero no se juzga adecuado pensar que la alianza matrimonial hubiera de ser irrompible. Se arguye que somos volubles y que hay que reservarse la posibilidad de «rehacer la vida», si fuera el caso. Todo esto, si es que se plantea la cuestión, pues está cada vez más extendido el vivir al día, sin pensar nada en fidelidades o permanencias.
Pero, ¿se podrá, de verdad, vivir así? ¿Es humano confiar más en las cosas que en las personas? ¿Qué futuro espera a las generaciones orientadas por el usar y tirar, incluso en las relaciones más personales?
El Sínodo de los Obispos que comienza el próximo domingo tratará sobre la familia en este horizonte preocupante. La Iglesia se pregunta cuál es la vocación y la misión de la familia en su seno y en el mundo contemporáneo. Los padres sinodales harán, sin duda, su reflexión a la luz del Evangelio que se proclamará en la celebración eucarística con la que se abre la Asamblea: «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». Es la palabra del Señor a la que la Iglesia se ha mantenido fiel a lo largo de su historia, luchando siempre con dificultades, que no son solo de ahora, sino del tiempo mismo de Jesús.
Ya los fariseos eligieron este tema –junto el de los signos del cielo y el de política– para «poner a prueba» a Jesús. Los discípulos no acababan tampoco de creer lo que Jesús les decía sobre la fidelidad inquebrantable a la mujer, y le preguntaron de nuevo en casa si eso era así. Jesús les respondió con claridad: «Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio».
Los oyentes de Jesús, aunque les costaba, entendían lo que les enseñaba, porque creían en Dios y en su plan de amor sobre los hombres. También hoy sucede así a quienes saben que, más allá de todo lo caduco, más allá de nuestra voluntad frágil, existe una fidelidad inquebrantable del Creador para con cada uno de nosotros.
La unión esponsal es indisoluble, porque se basa en aquella fidelidad divina, de la que se convierte en sacramento, es decir, en signo eficaz del amor infinito que el ser humano busca por todas partes y a todas horas y que sólo puede recibir de Dios. En verdad, esa unión es de las poquísimas realidades que merece la etiqueta de indisoluble.
En aquel tiempo se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús para ponerlo a prueba: «¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?».
Él les replicó: «¿Qué os ha mandado Moisés?». Contestaron: «Moisés permitió divorciarse dándole a la mujer un acta de repudio». Jesús les dijo: «Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la creación, Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre».
En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo: «Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio».
Le presentaron unos niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a Mí; no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él». Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos.