Las latas de puritos no contienen, al contrario que los paquetes de cigarrillos, imágenes que anuncian futuros ominosos como unos pulmones chamuscados o unos dientes ennegrecidos. En su caso, la advertencia es verbal, gentileza que los fumadores más aprensivos y asustadizos agradecemos. El consumidor de puritos se encuentra apenas con una frase. Es una disuasión sutil, más respetuosa, menos invasiva, que la que se dirige al fumador de cigarros industriales. Quizá por eso yo haya aprendido a ignorarla. Abro la lata de los puritos y soslayo el mensaje pesimista, como un niño al que ya no le asustan los monstruos de su alcoba o el anciano que se ha acostumbrado al zumbido del insecto.
Pero la providencia quiso que el otro día me fijara en la dichosa frase. Menos mal. Era una aseveración aséptica, diríase neutra, cuya verdad podrían aceptar tanto un ministro higienista como un albañil enganchado a los ducados: «Los hijos de los fumadores tienen más probabilidades de empezar a fumar». Ni siquiera los fumadores compulsivos pueden refutarla y, de hecho, sostengo que no deberían considerar la idea de hacerlo. Esa frase solo incomoda a quien está convencido de la maldad intrínseca, inequívoca, del tabaco. A los hombres más o menos juiciosos que reparan al tiempo en sus luces y en sus sombras, en sus oportunidades y en sus riesgos, les encantará que la costumbre de fumar se transmita de generación en generación, como el color de los ojos o las joyas familiares.
No obstante, lo sustancial de la frase no tiene que ver con el tabaco, sino con la verdad profunda que enuncia, con el mecanismo que desvela. Su artífice se proponía disuadirnos de fumar y terminó iluminando, con la rotundidad de los mejores aforismos, las relaciones paternofiliales. Lo que allí se dice del tabaco puede decirse de cualquier práctica. Yo, que no tengo hijos, puedo recurrir sin embargo a la experiencia. Empecé a jugar al fútbol por el único motivo de que mi padre tenía la costumbre de hacerlo. Empecé a leer por la sencilla razón de que mis abuelos consagraban su tiempo a hojear periódicos, revistas y libros. El mensaje de la lata de puros alude a una luminosa mímesis a la que Girard, desde mi punto de vista, prestó una atención insuficiente. El origen de buena parte de las prácticas infantiles radica en la admiración. El niño empieza a hacer algo porque lo hace alguien a quien admira y a quien desea asemejarse. Mi madre cuenta habitualmente que su sobrino, mi primo pequeño, me imitaba hasta el extremo irracional de dejar sus piernas suspendidas en el aire: desde el sofá en el que estaba sentado, no llegaba a la mesa donde yo tenía apoyados los pies.
Los niños invierten el juicioso orden de las cosas. A ellos no les atrae la actividad; les atrae la persona. Les interesa menos el contenido de la acción que su protagonista. Identifican como apetecibles las prácticas, las palabras, incluso los gestos, de aquellos mayores que los maravillan. El quehacer más tedioso se tornará a sus ojos en una aventura si su protagonista es para él un aventurero. El objeto último de su deseo no es tanto el gozo como la semejanza con alguien digno. Si la mayor parte de los padres se dedicaran a coleccionar sellos, nos toparíamos a buen seguro con una multitud de niños consagrados a la filatelia.
El ímpetu mimético de los niños conlleva una implicación desafiante. De él podemos deducir que la verdadera educación no es tanto una instrucción como un testimonio. Debería consistir menos en una información enunciada que en un ideal vivido. Fracasará el hombre zafio que desee educar a su hijo en la pulcritud, fracasará el vicioso que pretenda inculcarle a su nieto la belleza de la ascesis. Tras el lugar común que nos impele a predicar con el ejemplo subyace una verdad elocuente: el maestro debe ser también un testigo, la enseñanza ha de encarnarse en una existencia. Decía Séneca que «el camino es más corto y eficaz por los ejemplos que por los preceptos». Una apología de la lectura infantil devendrá estéril si quien la pronuncia es, ejem, un padre que no lee.
La crisis de la educación, tan proclamada, es en verdad una crisis de los referentes. Y solo puede resolverse, según creo, si los adultos nos afanamos en vivir al modo aristotélico, conforme a lo más divino que hay en nosotros, realizando apasionadamente el ideal que predicamos.