EL corazón se encoge ante la muerte violenta del niño Gabriel Cruz. Al ver y sentir el dolor por ese crimen atroz e incomprensible, a mí no deja de punzarme la obligación moral de hacer visible también el drama de la trata de miles de niñas, niños y adolescentes explotados para fines sexuales, para las peores formas de trabajo, para la mendicidad, el tráfico de órganos, los conflictos armados (sea como combatientes o como esclavas sexuales), para matrimonios forzados o incluso para ataques terroristas suicidas. Si la trata de cualquier ser humano tiene un carácter execrable, toma su forma más espeluznante cuando las víctimas son menores, siendo devastadores los efectos emocionales, físicos y psicosociales que causa en ellos.
La trata de personas es conocida como la esclavitud moderna porque supone una forma de dominio radical de una persona sobre otra, a quien se anula la libertad y, con ello, se le niegan los derechos que le son inherentes. La persona queda reducida a un mero objeto de tráfico comercial para fines lucrativos. La trata resulta de una combinación de medios y fines perversos para obtener un beneficio económico explotando a personas que han sido captadas mediante amenaza, fraude, coacción o abuso de una situación de vulnerabilidad.
Entre los años 2012 y 2014, el 79 % de las víctimas de trata detectadas en Europa occidental fueron mujeres y personas menores de edad procedentes de 137 nacionalidades diferentes. Dato que apunta a la existencia de flujos de trata prácticamente en todo el mundo. Los menores constituyen el segundo colectivo más numeroso de víctimas de trata después de las mujeres. Ningún país queda fuera de esta realidad y Europa constata que las víctimas de trata son cada vez más jóvenes (GRETA, 2017).
Es evidente que para las redes la captación de menores es más fácil por su mayor indefensión; muchas veces se hace a través de personas de su entorno familiar o comunitario. Pero la vulnerabilidad crece exponencialmente cuando los menores son pobres o excluidos, cuando son niños de la calle, o no registrados al nacer, o niños que viven en entornos violentos, o que huyen de conflictos armados, o que migran solos. Esos son objetivo directo de las redes de trata, conscientes de que necesitan escapar de esos contextos.
En los últimos años se han adoptado instrumentos normativos internacionales, como el Protocolo para prevenir, reprimir y sancionar la trata de personas, especialmente mujeres y niños, que complementa la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional (Protocolo de Palermo) de 2003; la Directiva 2011/36/UE del Parlamento Europeo y del Consejo o el Convenio del Consejo de Europa. Así, se va delimitando un marco jurídico y conceptual común en torno a los elementos constitutivos de la trata y su tipología, que permita obtener cifras comparables entre países. Pese a esos avances, no existen datos fiables sobre la dimensión real de la trata de menores, debido en gran medida a la dificultad para identificar correctamente a las víctimas y a la clandestinidad de la propia actividad.
En efecto, las autoridades y expertos nacionales e internacionales –como los que en mi universidad trabajan dentro de la Cátedra Santander de Derecho y Menores– coinciden en afirmar que los datos existentes no son completos ni sistemáticos y reflejan tan solo la punta del iceberg de una horrible tragedia humana, pero sí permiten, por ejemplo, apuntar (UNODC, 2016) la existencia de diferencias en cuanto al porcentaje de niños y niñas y las modalidades de explotación en función de la región del mundo a la que nos refiramos.
Aunque nuestros números no son ni de lejos como los de otras áreas del planeta, España no es ajena ni a la existencia de víctimas de trata ni a la falta de datos completos y confiables. Según Unicef, el Ministerio del Interior contabilizó 55 víctimas de trata de menores de edad entre los años 2013 y 2015, mientras que la Sección de Extranjería de la Fiscalía General del Estado, en las diligencias para el seguimiento de la trata de seres humanos, contabilizó 112 en ese mismo periodo. Cifras que, además, no parecen reflejar de manera cabal la dimensión real de un problema que, como señalan las organizaciones especializadas que trabajan con las víctimas, en España (como en el resto de Europa) está muy estrechamente vinculado a los procesos migratorios y a la condición solicitante de asilo y refugio. Entre las razones por las que se dejan de detectar otros casos se señala la fuerte polarización en el fenómeno de explotación sexual de mujeres y niñas adolescentes, desatendiendo otras formas de explotación.
Como señaló el Defensor del Pueblo (2012), la correcta identificación de una víctima de trata como menor de edad es clave para procurarle la protección adecuada y evitar las consecuencias de ser considerada inmigrante (mayor de edad) en situación irregular o como infractor por su participación en actividades delictivas, es decir, entrar en un proceso de expulsión del país o ir a un centro de reforma, respectivamente, negándole la protección especializada que requieren las víctimas de trata menores de edad. Tampoco debemos olvidar la condición de víctima de trata de los hijos de mujeres víctimas de trata, pues pese a no ser objeto directo de explotación, viven en un contexto de riesgo grave al ser utilizados para garantizar la permanencia en el territorio nacional de sus madres y reforzar el control de la red sobre aquellas («niños ancla»). En ese sentido se ha pronunciado recientemente el Comité de Derechos del Niño en sus Observaciones Finales a España en febrero de 2018, destacando la importancia de identificar de forma ágil y correcta a estas víctimas menores de edad y proporcionarles los cuidados y la debida protección de sus derechos, así como mejorar el intercambio de información sobre los menores no acompañados, los que son víctimas de la trata y los solicitantes de protección internacional, aumentando la capacitación de quienes intervienen con estos menores y la coordinación interadministrativa.
En fin, la respuesta institucional y jurídica a los casos de trata de menores requiere un abordaje integral en el que sea central el enfoque de los derechos, que no solo contemple la respuesta sancionadora contra quienes cometen estos delitos y la de reparación de los daños sufridos por las víctimas, sino que aborde las causas que están en el origen del problema (pobreza, exclusión, violencia) y tenga como núcleo central la defensa, garantía y protección de los derechos de las personas menores de edad, sin discriminación alguna, atendiendo a su superior interés y garantizando su derecho a la vida, la supervivencia y el desarrollo. El menor no solo como objeto de protección, sino como sujeto de derechos.
El pasado 22 de marzo murió el maestro y pedagogo holandés Johan van Hurst (1911-2018), un «ángel» que salvó a cientos de niños judíos haciéndoles pasar de la guardería donde los nazis los concentraban al separarlos de sus padres a su escuela contigua, cuando los militares disminuían la vigilancia. Termino haciendo memoria de este «Justo entre las Naciones», porque gracias a Dios hay muchísima más gente buena por el mundo, que cuida y favorece a los más pequeños, que gente dedicada a prácticas ultrajantes e ignominiosas.
Julio L. Martínez, SJ / ABC
Rector de la Universidad Pontificia de ComillaS ICAI-ICADE